Macron ya tiene un chaleco. Porque al afirmar en Bruselas que la protesta de los chalecos amarillos era «justa y legítima» ha renunciado a la presidencia, aunque todavía no lo sabe. Emmanuel Macron, el hombre que venía como un nuevo Kennedy moderno enamorado de su primera dama, con porte ejecutivo y atractiva dureza al exponer el mando --como cuando se encaró con un estudiante porque se había dirigido a él con familiaridad, y le corrigió un poco en plan chulo presidencial--, a la hora de la verdad se ha rendido ante el primer tumulto. Ni la dirección política ni el uso de la fuerza de un país pueden estar en las mismas manos que los adoquinazos. Sí al derecho de manifestación, pero no al caos. Es el caos nuevo de nuestra época, sin rostro y con trinchera fluorescente. Un caos a golpe de red social, pero con la violencia enmascarada tras una reivindicación que se puede compartir o no, pero que no justifica la espiral agresiva que ha convertido Francia en una tierra de nadie. Macron se ha rendido ante un enemigo invisible que le ha hecho hincar la rodilla ante su debilidad descubierta. Mientras, nos ha enseñado que es imprescindible que un Gobierno defienda a sus nacionales de sí mismos y esté dispuesto a asumir la responsabilidad por hacerlo. La gente que no se ha manifestado y que ha visto arrasados sus comercios o sus vidas comunes, ahora que Macron ve «justa y legítima» la revuelta, ¿a quién acudirá? No importan las razones, ni si Francia cae en un gasto social de 10.000 millones de euros, ni su déficit por encima del límite europeo: importa que ahora en Francia y en Europa, cuando no estemos de acuerdo, nada como un chaleco amarillo y liarse a cortar carreteras, repartir mamporros y quemar contenedores, con la violencia como única razón. Macron se quedó en Francia sin interlocutores sociales por sus excesos personalistas, pero ahora el monopolio de la fuerza no lo tiene el Estado. A cambio de seguir, ha quitado a Francia su soberanía.

* Escritor