Miguel Ángel Blanco es su propio rostro, su inocencia pacífica, esa ejecución ante los ojos extasiados del frío. Hace veinte años, en mitad del calor, España se heló: pero luego sacó una sangre caliente para ocupar la calle, antes y después de que la sangre del propio Miguel Ángel se vertiera en silencio. En el País Vasco, por primera vez, la gente reclamaba su estatuto de ciudadanía, pidiendo que la banda terrorista dejara de matar. Veinte años después, ni las víctimas, ni sus familiares, ni nosotros, merecemos esto. El Partido Popular tiene derecho a enfocar el homenaje a Miguel Ángel Blanco como quiera, aunque se equivoque. Efectivamente, es su muerto; pero una forma exclusivista y totalizadora de recordar la simbología de su asesinato facilita que algunos no se sientan partícipes. «Querida alcaldesa, no hablo en estos momentos como hermana de Miguel Ángel Blanco, que por supuesto lo soy, hablo como presidenta de la Fundación de Víctimas del Terrorismo y como presidenta te pido que por todas y cada una de las víctimas del terrorismo coloques la imagen de mi hermano, que representa la memoria de todas y cada una de las víctimas del terrorismo». Con el mayor respeto a su dolor: eso, ¿por qué? Cada víctima representa a las otras. Y más se destacaron Francisco Tomás y Valiente, en el PSOE, o Gregorio Ordóñez, en el PP, y otros muchos, que este muchacho. Su ejecución nos unió porque fue una salvajada retransmitida en directo. Hoy, acertado o no, el PP puede montar su homenaje como prefiera. Y los demás tendrían que haberse sumado, desde el comienzo, incondicionalmente: así se terminaba cualquier posible polémica. Aunque eso sí: el mismo día que acudes, sin grietas, al homenaje del PP, si no compartes su enfoque, convocas otro al día siguiente para todas las demás víctimas, y por supuesto invitas al PP. Nadie puede apropiarse de un dolor compartido, ni tampoco eludirlo. Nadie debe jugar con el recuerdo de las peores horas de nuestra vida.

* Escritor