Escribir sobre lo que significa Andalucía, lo que es y lo que podría o debería ser, acaba siendo una reflexión sobre nosotros mismos. Lo es en la distancia, en esa lejanía que parece imantada sobre los horizontes, cuando vives con el cansancio intacto en los aviones y en muchas ocasiones te despiertas sin saber dónde estás. Estos años he descubierto que Andalucía despierta una especie de complicidad instantánea en territorios distintos entre sí, que aparentemente nada tienen que ver, salvo el posible reflejo que te ponen sobre la mesa en cuanto enhebras una serie de lugares comunes tan socorridos como ciertos. Cuando pienso en Andalucía, cuando imagino lo que es o puede ser despertar allí, me vienen a la retina palabras refulgentes, íntimas y profundas como madre, hermano y padre. Creo que Andalucía para mí es todo eso. También una conciencia de lo que hemos sido y una especie de reto hacia lo que seguramente no seremos, ese mismo limbo ante el anochecer que nos recuerda hacia dónde deberíamos nadar en la oscuridad de los ocasos que terminan enterrando nuestras expectativas. Tanto como ese deseo de cercanía o de hermandad en el Magreb, pero también en Centroamérica o en algunos países europeos, he vivido alguna vez aislada el ataque a lo andaluz, encarnado en nosotros, suponiendo que se pueda definir lo andaluz sin acumular tópicos. Entonces he soltado la retahíla de nombres portentosos --Juan Ramón, Lorca, Aleixandre, Cernuda: la lista es infinita--, me he puesto bastante borde y me he quedado tan ancho. Pero son las menos. Lo que brilla de Andalucía, esta manera portentosa de ser y de acoger, de no excluir a nadie, de mezclarnos y no exigir purezas de sangres nacionalistas, es lo que nos hermana con el mundo. Más que una identidad, es una sensación pura. Ya sé que esto también es frase hecha, pero si pudiera escoger seguiría siendo andaluz. Con nuestros conflictos, luces y claroscuros, es una buena tierra para amar, para nacer y morir.

* Escritor