Cuando los Beatles estaban en la cresta de la ola, hubo una frase de Lennon que aguó las empatías de muchos de sus seguidores. Ya saben, ese «ya somos más famosos que Jesucristo», rubricable por el mismísimo Juliano el Apóstata. Esa cuota de fans de misa dominical se aupaba a unos vinilos crecientemente lisérgicos; pero consideraba pasarse de la raya parangonarse con la figura del Nazareno. Sin embargo, irreverencias aparte, existe un bucle autocumplidor que exculpa al autor de Imagine. Si, mediáticamente, hubo un punto de inflexión en el seguimiento popular del primer homínido, este hay que trasladarlo a 1974, cuando un antropólogo norteamericano encontró en el valle del Rift la osamenta de una primera caminante. Quizá sería otro ejercicio de soberbia llamar Eva a esa menina del eslabón perdido. Y el señor Johanson, que alcanzó la gloria en el sofocante valle del Rift, llamó Lucy a la que a partir de ese momento sería la más famosa australopitecus. ¿Razones? En el momento del ¡eureka! el antropólogo estaba escuchando Lucy in the Sky with Diamonds... Como si la venganza del cuarteto de Liverpool, con ese rocambolesco alfa y omega, se sirviese fría.

Un brindis por quienes, a partir de migajas de masa ósea, reconstruyen la propia historia de la humanidad. Hay que irse al burgalés museo de la Evolución Humana; o, mejor aún, a las dolinas de Atapuerca, para conocer los inicios de nuestros ritos y nuestras angustias; nuestros canibalismos y nuestras coyundas. El trueque que hicimos como especie para achatar la mandíbula y agrandar el cerebro, creando la mitificación y la mixtificación del lenguaje, la herramienta que nos ha situado en la cúspide de la cadena trófica. Huesos que en el pudridero son sinónimo de desconsuelo, pero con los siglos sirven para reavivar esplendores. Ni siquiera huesos dejaron las oquedades petrificadas de Pompeya, el testimonio de un último aliento que, no obstante, inmortalizó bajo cenizas aquella polis vesubiana. Y recientemente hemos asistido a un giro feminista en los miniados medievales, al comprobar en la dentadura de una monja del siglo XIII restos de lapislázuli.

Parangonando a Bill Clinton en la campaña presidencial contra George H.W. Bush, es el tiempo, estúpidos. El tiempo es el patrón que nos aplasta y nos engrandece. Los buscadores de huesos tienen un oficio digno, falta la especie humana de cortezas arbóreas que permitan en los espesores de sus anillos cuantificar nuestras depresiones y nuestras euforias. Lo que es deleznable es la actitud de ese representante de Vox que simplifica la Memoria histórica en unos buscadores de huesos. Es la baba resabiada de quienes pretenden erigir nuevas cruzadas, provocadores que intentan introducir la mofa en el olvido, como quien esconde la lima en el bocadillo para liberar un autoritarismo fascistoide. No podemos negar que la Memoria Histórica ha podido ser un tragabuches de ciertos personajes de la izquierda. Sin embargo, su propia impulsión ya fue un pleno ejercicio de autoridad moral y de dignidad, que ha podido quedarse alicortado porque no ha tenido el suficiente recorrido para devolver el honor y la legitimidad de quienes cayeron con sus huesos en las cunetas del orden constitucional.

La vida es un suspiro. Pero, que yo sepa, hay una miaja de distancia entre Lucy y quienes lloran por sus muertos de la contienda. El tiempo se puede medir en eras geológicas. Pero para tanto provocador intransigente debería indicarse que también tercia en el reloj de arena la magnitud del respeto.

* Abogado