Afuerza de insistir en las mismas expresiones y palabras huecas, nos estamos volviendo insulsos loros coloquiales. Ahora se repite mucho «básicamente», una simpleza que no nos permite llegar a ninguna conclusión satisfactoria. Sin que venga a cuento la calzamos aquí y allá. «Es lo que hay», diría con fingida resignación cualquier otro usuario de estas muletillas de moda, aptas para todos los públicos. La moderna banalidad del lenguaje hace tiempo que no es un fruto exclusivo del verano, se prodiga desde hace años en cualquier estación. De algunas expresiones se ha abusado de modo tan excesivo que convendría dejarlas descansar para siempre. Pero existen pocas cosas en este mundo igual de decididas a arraigar como algunas palabras que, sin embargo, carecen de sentido en el contexto en que se pronuncian. Forman parte de la nada como un discurso fúnebre ante un ataúd vacío. En el siglo XX triunfaron «icónico», «mítico» y «legendario», hasta el punto de convertirse en auténticos clásicos de la adjetivación. La primera, aunque significa representativo, acabó por utilizarse para definir un queso determinado o una simple barra de chorizo.

En el caso de la segunda y en la tercera suele echarse de menos las explicaciones pertinentes sobre dónde está el mito y cuál es la leyenda que permanece detrás de lo que se adjetiva. El mito no comparece, tampoco es que exista, y la leyenda no se forja fácilmente, pertenece a una ficción que jamás tiene que ver con algo tan pedestre como lo que pretende ensalzar publicitariamente. Pueden ser un par de botas míticas o bien una motocicleta. Bienes tangibles. Tenemos, además, la palabra «evento» que en este siglo ha logrado apoderarse de cualquier situación o montaje intrascendente organizado, cuando toda la vida sirvió para describir un imprevisto o, en último caso, un acontecimiento de cierta importancia. Los eventos están remitiendo por culpa del maldito virus, que sí es un suceso con el que nadie contaba hace un año. H