Cuando te llega un revés de la vida, cuando te hundes en la miseria, los caminos a recorrer no son muchos: o coges el camino del victimismo, te recreas en tu mala suerte y hasta te regodeas en el lodo que poco a poco te va engullendo (¡Cómo me impactaban aquellas escenas de cine en donde el héroe caía en esas oscuras arenas movedizas en las que sin remedio se iba hundiendo poco a poco!); o coges el otro camino, ese que te lleva a retorcerte en el espeso lodo en el que otros se hunden sin remedio y consigues estar hundido el tiempo justo, porque empiezas con fuerza a sacudirte y a respirar de nuevo, hasta salir a flote.

La ayuda en todo esto es fundamental. En las películas de mi niñez, siempre aparecía quien le echaba al héroe en el último segundo una liana, para salir de las tierras movedizas del pantano y salvarlo de una muerte más que segura. Y hasta en la recientemente estrenada película de Aladdin, cuando ya está casi hundido en unas movedizas tierras de fuego y lava, aparece el genio maravilloso y ¡Zas! lo salva en la alfombra mágica con la que lo transporta hasta la salida.

En la vida es igual. O te hundes sin remedio; o te esfuerzas en salir y pataleas y puede que mientras resistes, aparezca en esa lucha quien te lance una cuerda, quien te de una bocanada de oxígeno, o te rescate sin más.

El problema estriba en estos casos en qué ocurre después o, mejor dicho, en quién es el que te salva y de qué manera quedas a su merced para el resto de tus días.

Lo suyo es que sea un buen amigo (¡qué verdad eso de que los amigos curan!) porque la amistad no tiene memoria (¡como el fútbol!) y no debe exigir algo a cambio; la amistad solo debe actuar y jamás pasar factura.

El problema es cuando aparecen los falsos amigos, los lobos disfrazados con piel de cordero, los desinteresados interesadisimos y hasta los genios que lo que en realidad quieren es que los salves luego a ellos. Si hablamos de política y pactos, no digamos...

Cuando era pequeña me gustaba esconderme en el fondo de una alberca llena de la tierra y lodo donde las lechugas flotaban. Flotar suspendida entre lechugas, tragar el agua con sabor a tierra que me devolvía al sitio de donde había llegado. Ese era mi lugar preferido y allí me quedaba suspendida en el agua turbia aturdida por el silencio, entre lechugas, hasta salir despacio muy despacio y sola, para respirar de nuevo.

Salvarte tú mismo es una gran opción.

* Abogada