Julio Llamazares ha erigido una orografía del espíritu. Es un poeta andador no solo a la manera visionaria de Claudio Rodríguez, sino también con hebras caudalosas que amasan el detalle y sus contornos, para luego verterlas en una identidad sin fronteras visibles. Esta semana ha venido a Córdoba para presentar en la librería Luque Las rosas del sur, diez años después de Las rosas de piedra, sus dos grandes libros sobre las catedrales españolas. Como el lector avezado se puede imaginar, no se trata solo de un compendio con fronda documental, sino de la observación directa de un viajero que camina el silencio, ver y andar, para tejer un mapa de granito sobre el peso del tiempo en las costuras del territorio. No ha estado solo Llamazares en este empeño noventayochista, porque le han acompañado, en el retrovisor o delante de la comitiva, los otros maestros leoneses: Luis Mateo Díez, José María Merino y Juan Pedro Aparicio. Y también un escritor que bien podría haber sido autor leonés: Alejandro López Andrada, que lo presentó en Luque y también ha ido cincelando, a través de libros de poemas, de novelas y ensayos, la crónica literaria de un tiempo que existió en el Valle de Los Pedroches. Tanto en Luna de lobos, en La lluvia amarilla o en El río del olvido, su hermosa ruta hacia el pasado por la cuenca del río Curueño, en la montaña leonesa, caminamos su viaje. Fue Alejandro López Andrada quien me recomendó a Llamazares hace ya muchos años, y compré mi ejemplar de La lluvia amarilla en la librería Luque. La escritura es también otra edificación, en su piedra modesta, contra vientos de olvido. Las catedrales guardan nuestra historia con una autoridad de sangre derramada, de un silencio invisible que ahora encuentra su voz. En el escritor total que es Llamazares hay una seductora libertad de andadura y el poeta no salta a la retina al primer paso. Este paseo por nuestras catedrales es también la recuperación de un dolor convertido en belleza.

* Escritor