Remedando al excelente actor-escritor Fernando Fernán Gómez, y sustituyendo bicicletas por la palabra libros, pensamos que, también, las literarias criaturas impresas son para el verano, pues así sucedió desde nuestra temprana adolescencia, cuando, llegada la canícula, nos dábamos a la lectura que luego nos inundó la vida.

Dichas lecturas primerizas las situamos en los cuentos de Calleja, editados en formato muy pequeño, y en un librote antiguo con narraciones tan conocidas como Blanca Nieves y Barba Azul . Lecturas a 40º y noches de insomnio sobre colchones de lana que, en momentos, a fuerza de tantos sudores, producían sarpullidos. Un par de meses -julio y agosto- interminables; «el largo y cálido verano»; o el verano «rabioso», como lo calificaba el poeta latino Horacio.

En aquel entonces -insisto-, los libros eran una evasión, casi un contrapeso literario para tratar de olvidar el clima asfixiante. Libros que, rememorados en batiburrillo, fueron Quo vadis?, Ben-Hur, Fabiola, Los últimos días de Pompeya, Carabelas de España, Glorias Imperiales ; las burguesas novelas edificantes - Boy y Pequeñeces , trasladadas al cine- del padre Coloma; La Galerna del jesuita Alberto Risco; Palacios Valdés con La hermana San Sulpicio, sin olvidar las novelas Peñas arriba, De tal palo tal astilla y Don Gonzalo González de la Gonzalera, del catoliquísimo Pereda -hijo número 22 de una inmensa familia santanderina- que nos zampábamos de cabo a rabo y que, al lector actual, pueden resultarles tabarras de no te menees.

Ya mayorcitos, en el verano del 45, abandonamos varios días los afanes lectivos porque nos llevaron a Málaga para conocer el mar, que nos causó menos impresión que los cenacheros recorriendo las calles con dos capazos colgados de los brazos, llenos de sardinas, jureles y plateados boquerones que, horas antes, habían extraído de las redes del copo. O los tranvías amarillos, remolcando una jardinera con cortinillas, que nos dejaban en los Baños del Carmen, donde no nos bañábamos porque no sabíamos nadar.

Ya mayorcitos -repito-, después de ver el mar y asistir a una quema de libros en las Tendillas, como colofón de las Santas Misiones, empezamos a frecuentar la acreditada Librería Font, donde estaba completa la Colección Universal, de la editorial Espasa. Recordamos, entre muchas obras maestras, las menos conocidas de Shakespeare - Coriolano, Cimbelino, Tito Andrónico -, de cuya lectura nos jactábamos con los amigos, sin adquirir conciencia de que podían confundirnos con el repelente niño Vicente.

Sí, leíamos con fruición desde el desayuno hasta el atardecer. Después de cenar, mi padre nos llevaba al puesto ambulante de El Rubio, que fabricaba la mejor horchata de chufas de la ciudad. Vaso de horchata que solía prologar la asistencia a un cine de verano, donde veíamos el filme abanicándonos la calor con paipays de cartón porque ni en la media noche se movían las hojas de los árboles.

Ahora, pese al tiempo transcurrido y a la implantación de las vacaciones masivas e internet, es evidente que los libros de lectura siguen siendo para el verano, como queda corroborado cuando los reporteros dialogan con famosos y famosillos en vísperas del estío. Entonces, les suelen preguntar qué libros llevarán a la playa o a la casita rural. A propósito de esto -y ya concluyo-, no se nos olvida la entrevista que hicieron en TV a Luis Aragonés, entrenador de la selección de fútbol, al conseguir el campeonato de Europa. El periodista quiso saber los libros que iba a leer, descansando a orillas del Mediterráneo, a lo que contestó, tajante: «Ninguno, mire usted, yo no cojo un libro desde que un buen amigo que leía mucho a Kafka se volvió maricón». (Perdón por la imprescindible literalidad). Tras la sorprendente confidencia, resultaba indudable que para Aragonés, el idolatrado «sabio de Hortaleza», los libros no eran para el verano. Ni para el otoño, ni para el invierno, ni para la primavera.

* Escritor