En el Catálogo de una exposición celebrada en La Casa Encendida de Madrid en 2017, Bibliotecas insólitas, Rodrigo Fresán expresaba: «Para empezar, en el principio de todas las cosas están los libros y las bibliotecas y la necesidad de leer. Yo siempre interpreté ese ‘Hágase la luz’ en el génesis bíblico como una lámpara que se enciende para así poder comenzar a leer la historia». Comparto esa opinión, e incluso añadiría que desde que, de niño, visité la biblioteca municipal de mi pueblo, considero las bibliotecas como lugares sagrados. Resulta interesante conocer el origen y la trayectoria de algunas de ellas, sobre todo si están vinculadas a una persona concreta. Es el caso de un cordobés de nacimiento: Hernando Colón (1488-1539), fruto de la relación entre Cristóbal Colón y Beatriz Enríquez de Arana, del cual se ha ocupado en una biografía Edward Wilson-Lee: Memorial de los libros naufragados. Hernando Colón y la búsqueda de una biblioteca universal (Ariel).

La vida de Hernando es apasionante, desde su trayectoria personal hasta su labor de cosmógrafo, pero sobre todo destaca por su proyecto de formar una biblioteca única, que él deseaba que se denominara Biblioteca Hernandina, pero lo que queda de ella en la actualidad es la Colombina, con sede en la catedral de Sevilla, pues en la capital andaluza se instalaría de manera definitiva y allí construyó una casa dispuesta para albergar su gran obra. Hernando navegó con su padre en el cuarto viaje (1502-1504). Volvería de nuevo cinco años después, pero en este caso lo acompañaban, guardados en cuatro arcas, un total de 238 libros, por lo cual se puede considerar que esos volúmenes compusieron la primera biblioteca de América. En sus libros empezamos a observar una práctica hoy común, como la de hacer constar el lugar y la fecha en la que adquirimos un ejemplar, en su caso añadía también cuánto había pagado por él. Pero será a su vuelta, y por su vinculación con el emperador Carlos V, cuando viaje por Europa y adquiera libros en Países Bajos, Francia, Alemania e Italia, en las ciudades con las grandes imprentas del momento. Pronto supo identificar las marcas de esos impresores, como el delfín y el ancla de Aldo Manuzio (sobre el cual me permito recomendar la novela de Javier Azpeitia: El impresor de Venecia). Explica Wilson-Lee que dados los gastos fastuosos que Colón realizaba en la adquisición de libros, comenzó a fraguar un proyecto de lo que debía ser su biblioteca, en la cual pronto fueron una singularidad no solo las grandes obras que veía en los escaparates sino también las de los pequeños libreros, de modo que elaboraba planes para coleccionarlas de manera sistemática y de igual modo llegó a reunir una colección de estampas única en el mundo. Un momento difícil fue el que experimentó en 1522, cuando los 1.637 libros que había adquirido en Italia acabaron en el fondo del mar, pero se propuso reponer cada uno de ellos, y en su catálogo ese conjunto levaba el nombre de Memorial de los libros naufragados, lo cual nos permite comprender el título de la obra que comentamos.

Hubo algo que le preocupó sobremanera, cómo organizar su biblioteca, para lo cual ideó un código de símbolos (los «biblioglifos»), así como un epítome (resumen) de los libros que hiciera más fácil la consulta. Porque una vez asentado en Sevilla, su biblioteca estuvo abierta a los estudiosos, por primera vez los libros estaban colocados de pie y mostrando la signatura en el lomo, si bien como todo buen bibliófilo era desconfiado, así que en el centro de la sala había una reja metálica donde se encerraban los lectores, los cuales podían introducir las manos hasta unos atriles donde se les colocaban los libros a consultar, pues pensaba Hernando que «ni cien cadenas eran suficientes para mantener un libro a salvo».

* Historiador