Permitidme que relate una anécdota verídica y reciente. Iba caminando por la calle El Nogal y al pasar por unos contenedores de basura observé junto a ellos, depositadas en el suelo, un montón de publicaciones sobre arte. Me detuve, vi dos tomos de la Historia del Arte de Salvat y una veintena de monografías de la cuidada colección El Mundo de los Museos, publicada por Codex a finales de los años sesenta. Desprecié la Historia del Arte, porque la coleccioné en su día, pero me detuve en las monografías de los museos, dedicadas al Prado, el Louvre, la National Gallery, los Uffizzi, los Impresionistas, el Vaticano..., todas en perfecto estado, como nuevas. Una obra impecable y bien documentada que destacó por la calidad de las reproducciones artísticas, a la altura de los afamados talleres de Heraclio Fournier, el de los naipes, donde se imprimió. Demasiado valiosa para dejarla tirada en el suelo, al alcance de cualquier recogedor de papel viejo que la malvendiese al peso, pensé. Así que me incliné sobre el hallazgo sin el menor temor a que mis convecinos del barrio me confundiesen con un rumano --mis respetos para ellos, castigados por una vida tan penosa-- y me dediqué a recoger ejemplares de aquel tesoro: uno, dos, tres, cuatro..., hasta dieciséis monografías. Quedaban algunas más en el suelo, pero mi brazo de setentón no soportaba mayor peso. Las llevé a casa, cercana, y volví para completar el botín, pero las restantes habían desaparecido, vaya por Dios. Alguien habrá tenido el mismo interés, creí.

En ese momento advertí en la calle adyacente a una mujer rumana hurgando en otro contenedor; me acerqué, observé su carrito y vi que, en efecto, había recogido el resto de publicaciones sobre arte. Me permitió verlas y entre ellas estaban, como esperaba, otras cuatro monografías de los museos del mundo, las últimas, que me proporcionó a cambio de unos euros. Feliz la señora por la venta, más rentable que si la hubiese hecho al peso, y feliz el afortunado descubridor del botín por completar la colección de veinte, que me permitirá revisitar desde el salón de casa muchos de los museos que he tenido la fortuna de contemplar a lo largo de los años en diversos viajes culturales. (Fue una verdadera suerte que entre los contenedores de El Nogal no hubiese uno dedicado a la recogida de papel, que habría engullido semejante tesoro sin provecho para nadie).

El fortuito hallazgo da pie para una breve reflexión. ¿A quién habrían pertenecido las publicaciones de arte, tan tristemente abandonadas en el suelo, junto a los contenedores? ¿Sería una persona fallecida amante del arte, que en vida disfrutase de los mejores museos del mundo sin salir de casa? Y si fuese así ¿por qué sus herederos habían menospreciado ese legado sin aprovecharlo para su enriquecimiento artístico? ¿Por qué habían arrojado a la basura sin el menor escrúpulo unas publicaciones atesoradas con tanto interés y perseverancia por su antepasado? ¿Era un claro indicio de que las nuevas generaciones desprecian la cultura impresa, refugiadas en la volátil comodidad de los ingenios electrónicos? Y ya puesto a abrir interrogantes, la pregunta que más me inquieta: ¿qué será de mis libros cuando abandone un día este valle de lágrimas?

* Periodista