El derecho a la libertad de expresion (anticipado y prefigurado en la democracia ateniense en el siglo VI y V anterior a nuestra era; proclamado por la Revolución francesa en 1789 en nombre de la liberté, égalité, fraternité; asumido en Constitución española de 1812; en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas en 1948; afirmada en nuestra Constitución de 1978) ha sido --inequívocamente-- una conquista democrática para el progreso y el bienestar social, reconocida como derecho emanante de la dignidad ontológica del ser humano. Es sin duda uno de los valores esenciales conquistados por la Democracia y uno de los pilares básicos del llamado Estado del Bienestar.

Sin embargo, con la finalidad de que no interfiera en la convivencia armónica de la ciudadanía, así como de favorecer el permanente bienestar, en beneficio de todos los ciudadanos, y para que realice eficazmente y equitativamente su función, es también necesario reconocer que la libertad de expresión tiene sus límites y sus obligaciones.

Estas obligaciones y límites del derecho a la libertad de expresar nuestras opiniones, protestas y legítimos deseos se reducen casi exclusivamente a un solo principio invulnerable: el respeto a la dignidad y a los derechos de las demás personas con quienes convivimos. En concreto, el derecho a la privacidad, al honor y la reputación de cada individuo. Esta es la línea roja: línea marcada por las normativas penales, pero inspiradas y demandadas por unos valores constitucionales sin los que no sería posible la paz social, ni siquiera la convivencia pacífica. Bien lo resumía hace dos siglos el pensamiento de Stuart Mill, filósofo y político, cuando sentenciaba que el único límite del ejercicio de cualquier libertad es «el daño a otra persona».

Por eso, muchas veces asusta constatar cómo, en nombre de la libertad de expresión ---en su barriga, como en la del legendario Caballo de Troya-- se introducen en nuestro sistema educativo y social, incluso se justifica y se aplaude, la ordinariez, la palabrotería, la chabacanería, la condescendencia con lo soez y lo grosero; así como el insulto, la burla despiadada, el desprecio a lo ajeno, el odio solapado, la intromisión en la privacidad, la calumnia, la difamación, el falso testimonio, el ensalzamiento de la necedad, de la ramplonería, de la vulgaridad... que degradan la dignidad ontológica de la persona... Esto es lo que «soportamos», demasiado frecuentemente, en los tuits, igual que en producciones cinematográficas nacionales, en manifestaciones musicales y en programas televisivos, en artículos de prensa o en sus tiras de humor, nombrados todos pomposamente como «cultura»... Y es lo que me hace pensar también que el uso de la libertad de expresión que, con demasiada frecuencia, hacen algunos políticos, tertulianos, comentariastas de medios de información, cantautores y humoristas, como pretexto para el ataque personal, la difamación, el falso testimonio y la calumnia, más que su dignidad ontologica, pone en evidencia su falta de dignidad moral.

* De la Real Academia de Córdoba