Son aquello que conduce. Son las que dan protección a la convivencia. Son la senda por la que camina, sin malas impresiones, la democracia. Son las leyes. Son las reglas. Son las normas.

Lo cierto es que todos lo sabemos: hay que respetar las leyes; hay que cumplir las reglas; hay que aceptar las normas; pero…¿Suele ser siempre así? Mi impresión es que no; no somos cuidadosos con la observancia en el respeto de los preceptos que dictan nuestra forma de conducirnos socialmente.

Bajo esa «apertura a todo» y a que todo pueda ser susceptible de cambio súbito, se esconde una desobediencia estudiada y programada que desnaturaliza el bagaje normativo, obligatorio, que contiene, intrínsecamente, tanto las leyes como las reglas y las normas.

No se «deben» comprender las actitudes que se entienden como antisistema, dentro de un marco legal certificado por el derecho, los deberes y las obligaciones ciudadanas. Unas actitudes que reinciden en formulaciones díscolas, que no son nefastas porque contengan un matiz en cierto modo inclinado a la desobediencia, sino porque esta resistencia está derivada hacia una radicalidad exasperante. Lo paradójico es comprobar cómo los autores de estas actuaciones escalan posiciones en los foros donde la ley, la norma y la regla es el fundamento de su existencia, dentro de una democracia representativa y de un Estado de derecho que ellos mismos contestan y combaten con extrema intolerancia.

Se pueden modificar las normas, cambiar las reglas y hasta derogar las leyes, pero todo se puede hacer con la inexcusable presencia de ellas. Si hoy los españoles disfrutamos de una democracia es porque, desde 1975, todo se hizo «de la ley a la ley», inmersos en una arquitectura jurídica que permitió la construcción de un edificio convivencial que se solidificó con la «argamasa» del consenso.

Se respira una atmósfera de indulto «gracioso» y de un aire de justificación colectiva cuando, por razones que solo interesan a una minoría, se transgreden, provocadoramente, normas que se basan en la cohesión, generalizada, de su estricto cumplimiento. Después, se pretenden utilizar «motivos aperturistas» que descafeínan la osadía transgresora presentándola, reivindicativamente, como pecado venial, hipotéticamente admitido en democracias más maduras que la nuestra y, liberalmente, más avanzadas.

De esta conducta saben mucho los populismos, cuyo objetivo es desorientar criterios y desestabilizar convivencias que, históricamente, se han nutrido de la cortesía y el respeto entre diversidades establecidas y aceptadas por la determinación del sistema democrático.

El efecto compulsivo que dimana de la desafección a todo aquello que pretenda normalizar el ejercicio de la libertad, individual o colectiva, tiene su origen en el desconcierto producido desde las aulas púberas a la desinformación, estructurada, de los foros universitarios. Un camino que se recorre con las alforjas del enfrentamiento, premeditado, al sistema establecido y así la experiencia siempre reaccionará hostilmente ante la legalidad que, para el desafecto, continuamente, la considerará coercitiva.

El «delito provocado» por unos comportamientos que inducen a una inestabilidad manifiesta, desencadenante de actitudes colectivas antagónicas a lo dictaminado por la mayoría, se castiga con un desahucio social cuya confirmación se contempla en las leyes, normas y reglas a las que, con soberbia y aversión, se desobedecen sistemáticamente.

Confundir delincuencia con «heroicidad política» es una trampa a la inteligencia ciudadana. Volver a unas andadas arriesgadas, equivocadas en los objetivos y sin posibilidad alguna de defensa democrática, es la mayor de las aberraciones políticas; ¡como si la política alguna vez hubiese sido receptiva a este tipo de irresolubles comportamientos, sin solución de continuidad!

Las leyes, las normas y las reglas no pueden calificarse como «incógnitas» a resolver en un planteamiento legal perfectamente definido. Este entramado legislativo, que obliga a todos los ciudadanos, pese a su desconocimiento que, en ningún caso, exime de su incumplimiento, no es desigual para nadie, ni nadie se puede esconder tras ese «justicia señor, pero por mi casa no».

* Gerente de empresa