De una forma u otra, la Casa Real es noticia permanente, y no siempre por el papel constitucional que tiene asignado. Ya sea cuando hablamos de Juan Calos I; que si el Rey emérito permanece exiliado, que si tiene cuentas bancarias en el extranjero, que si su vida privada no ha sido modélica precisamente, que si recibía dineros extra y tenía negocios. Sombras que no deberían empañar las luces de una extensa y preciada hoja de servicios. Ya sea cuando hablamos de Felipe VI; que si tiene agenda propia o el Gobierno le suspende viajes y visitas anunciadas, si los discursos dicen lo que el Monarca quiere conforme a sus funciones o se los enmiendan, que si la Princesa de Asturias tiene estas o aquellas facultades, si están dentro o fuera de la Real Familia los cuñados, si las hermanas tienen o no títulos nobiliarios. En una sociedad donde absolutamente todo es cuestionable, y donde todos los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos al imperio de la ley, como mandata la propia Carta Magna en su art. 9.1, deberíamos responder a la pregunta ¿cuál es la ley que regula la Corona en España? Ninguna es la respuesta. Todos los poderes del Estado, todos sus estamentos, y todos los derechos fundamentales de los ciudadanos son regulados por leyes orgánicas, menos la Corona que desempeña la Jefatura del Estado. Y bien nos habría ayudado una Ley orgánica de la Corona a evitar algunos episodios de cacería de elefantes, del caso Nóos o de los cuestionamientos permanentes antes destacados.

La regulación actual de la Jefatura del Estado no puede reducirse al contenido genérico de 10 artículos de la Constitución, y a las pseudo normas que se aplica la propia Casa Real en materia de regalos o del código de conducta de su personal. Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional, señala que esa Ley de la Corona, debería ocuparse de varios contenidos básicos. De un lado, de la transparencia de la Corona ya sea a nivel de presupuestos anuales, de inclusión en las normas de transparencia de los poderes públicos, sino también en cuanto a los parámetros en los que desarrollar una vida privada a la que tiene derecho la familia real. En la monarquía británica, que es la madre de todas las monarquías parlamentarias, y donde no existe ley que la regule como tampoco cuestionamiento de la misma, nadie se escandaliza por los múltiples negocios y grandes fortunas de la familia real. Aquí, debería quedar claro lo que se puede o no. Regular también por ley las funciones del príncipe heredero, el margen del autonomía del Monarca en sus mensajes o en sus viajes privados, en el diseño de su Agenda. No deberían de quedar fuera el papel de los reyes «consortes», ni tampoco la distinción y prerrogativas de la Familia Real y la familia del Rey, que no es lo mismo, además de otras materias como el estatuto de los miembros de la Casa Real, la abdicación, etc.

Cuentan que el entonces presidente Felipe González le propuso al Monarca el desarrollar sus funciones y enmarcarlas dentro del contenido de una Ley Orgánica, a lo que aquél se opuso. Aunque, después de lo visto, la inmunidad para el ejercicio del cargo, no puede ser ajeneidad a virtudes, principios y normas que una ley debe garantizar. Si el Titulo II de la Constitución hubiese sido desarrollado por la Ley de la Corona, es posible que el presente y futuro de nuestra monarquía constitucional parlamentaria fuese más tranquilo. Otra cosa es si el momento actual, especialmente beligerante y ayuno de estadistas, es el más adecuado para tal empresa. Y eso, sin hablar de la necesaria modificación constitucional de la discriminación sucesoria.

En el discurso de Nochebuena del año 2011, refiriéndose a su yerno, Juan Carlos I manifestaba que «Cualquier actuación censurable de personas con responsabilidades públicas debe ser juzgada y sancionada con arreglo a la ley, porque la justicia es igual para todos». Esa no es una debilidad, sino una grandeza de la democracia. Apliquémosla, sin excepciones.

* Abogado y mediador