Hace poco me encontraba en las instalaciones deportivas de El Fontanar en la capital acompañando un grupo de atletas en una competición provincial. Dado que las pruebas se realizaban durante bastantes horas me acerqué a una valla contigua que separaba las instalaciones de atletismo de las de fútbol. Llevaba un tiempo disfrutando de carreras, saltos, resistencia y lanzamientos. En un espacio entre pruebas me acerqué a la mencionada valla donde podía apreciar que se disputaban dos partidos en los que intervenían equipos de chicos muy pequeños. Resultaba increíble y antagónico, que tan solo con la diferencia de una valla y de un deporte se produjesen tan dispares actitudes.

En las pruebas de atletismo se dirimía la competición armónica, en la que cada atleta competía contra sí mismo. Presencié una curiosa anécdota desde las gradas. Un padre que acompañaba a su hija a las pruebas llamó la atención de esta, que se encontraba calentando, y la conminó a realizar el calentamiento con su principal rival en la prueba, argumentando que había venido sola, sin nadie más de su club. Ambas comenzaron juntas a calentar. En otro momento determinado, una chica se había quedado sola en la prueba de altura superando a todas las demás y se encontraba a punto de realizar un salto con el que alcanzara su mejor marca personal. Todas sus rivales permanecían en la pista aplaudiendo cada uno de los intentos que hizo y animándola. En el otro lado de la red aprecié muchas recriminaciones y voces por parte de los entrenadores, incluso por parte del público hacia los pequeños, que se volvieron in crescendo al intervenir dos enfrentamientos entre categorías superiores. Era como si dos polos opuestos se expusieran a la misma vez con unos actantes totalmente distintos, pese que se trataba un mismo denominador común: el deporte.

Albert Camus fue portero de fútbol y declaró que todo lo que aprendió de la vida lo hizo en terrenos de juego con una pelota en juego. Puedo decir como practicante de este que también aprendí mucho practicándolo. Personas de raciocinio se volvían energúmenos en el campo de juego, otras también sesudas se descerebraban en la grada. Competí en campos de tierra en las regionales y podría escribir un libro del tremendismo que acompañaba muchos de los lugares que visitamos incluidos nuestros propios aficionados. Llegamos a vivir incluso situaciones de miedo en algunas llegadas o salidas del campo.

Todo ello me vino a la mente tras la visión de la final de la esperpéntica Supercopa de España en su peregrinación a La Meca. La jugada estrella de la final fue protagonizada por un jugador que agredió violentamente a otro. Lo más sorprendente llegó instantes después cuando al jugador expulsado lo premiaron como el mejor del partido y si algo puede empeorar, también lo hizo, ya que la violenta acción del jugador fue considerada por la mayoría como una hazaña. Pensaba allí en las gradas de la pista de atletismo que a partir de ese instante deberían los entrenadores transmitir que el juego sucio era la mayor elevación del deporte, que en los partidos aledaños ningún delantero podría superar una defensa puesto que habría que cazarlo. Habría que enseñar a escupir en la cara del rival.

* Profesor