El muro de Berlín pudo caer hace 30 años, pero las fronteras físicas levantadas en todo el mundo se han multiplicado y más de 70 barreras por conflictos territoriales, rechazo a la inmigración o discriminación económica se dibujan sobre el mapa, según un estudio reciente de la Universidad de Quebec. Son muros ideológicos en su mayoría, que condenan a grupos humanos a una vida peor que la de otros. El muro de Berlín sigue vivo en cada uno de ellos.

La obstinada realidad, con todo, está empujándonos a cambiar de paradigma. El enemigo serio es el cambio climático, y cada día da un golpe más o menos ruidoso, más o menos doloroso, sobre la humanidad. Venecia quedó anegada por el mar en la segunda peor acqua alta de su historia, y en la hermosa librería histórica de la ciudad flotaron sin remedio los libros que encierran el saber de otros ciclos climáticos no tan lejanos y que asolaron Europa, como la pequeña edad de hielo medieval que se extendió por el hemisferio norte y de catástrofe en catástrofe transformó las formas de vida de los supervivientes. Hoy mismo, los venecianos se quejan amargamente de la falta de diques, igual que los barceloneses denunciaban durante la última gota fría el retraso de las obras del colector que ha de evitar las graves inundaciones del Parallel. Son infraestructuras contra el cambio climático, a semejanza de los bloques de hormigón que frenan en nuestra costa las acometidas del mar que deja pueblos costeros a merced de las inclemencias extremas. En Copenhague ya diseñan su nuevo «anillo climático» , un plan que amplía la extensión de una isla a modo de barrera. Sigamos su ejemplo.

La alternativa, la inacción, lleva a un horizonte que apunta que en 2050 no existirán muchas de las costas que conocemos. La respuesta ante el reto medioambiental ha de ir más allá de responsabilidad individual de cada uno de nosotros sobre nuestros hábitos de consumo, y se echan de menos apuestas decididas que aceleren nuevas infraestructuras.

* Periodista