Aunque les parezca difícil de creer, un médico aprende a recibir humillaciones desde bien joven. Me refiero a estudiantes como yo, vulgares y corrientes, no conocidos. El trato, en todos los sentidos, era distinto. Por poner un ejemplo, mi padre murió de forma súbita el día antes de un examen importante. Al informar al individuo responsable de la asignatura, me comentó que en unos cinco días había una segunda convocatoria y podría hacerlo, ya recuperada. Estoy segura de que esta vergonzosa respuesta hubiese cambiado si yo no hubiera sido una «don nadie».

No es tan complicado convencer a alguien de que vale poco, de que se merece, incluso, un trato hosco... y que bastante tiene con que le permitan estudiar Medicina. No necesita ánimo ni comprensión, es un número.

Cuando consigues, por fin, el ansiado aprobado en el MIR, entras en un hospital, donde obviamente eres el último de la fila. Todos saben más que tú, que en tu vida lo has pasado peor. Pero ya tienes experiencia en sobrevivir, trabajas el peor turno para que te permitan preguntar dudas, sonríes mucho a todo el personal porque necesitas su ayuda, y ves normal que los enfermos, a veces con malos modos, te pregunten que dónde está el médico, que ellos no han ido a que los visite una chavala.

Seguimos para bingo, sentados, con el paciente enfrente, que a veces no entiende por qué el seguro no pasa esa crema o ese jarabe, que le mandes algo que pase, que tiene una paga pequeña, que qué crees.

O alguien nervioso aporrea tu puerta porque estas tardando en atender al paciente que está en consulta, o te piden una RM (que no está en nuestra cartera de servicios), porque todo el mundo sabe que es con lo que se diagnostica una hernia discal.

Pero ya eres un experto en aguantar. Te pagan 9 euros la hora de guardia, en la que puedes estar haciendo el traslado de un paciente grave a 50 kilómetros del hospital más cercano. No te merecerás más, nunca has merecido más. Te turnas las vacaciones con tu compañero y asumes su trabajo y viceversa. Bueno, al menos, te dan vacaciones.

Y, a veces, cuando la punzada esternal es un poco más fuerte, te preguntas: ¿Cuándo me equivoqué? Cuando desaproveché la oportunidad de no dejarme pisar, de ponerme en mi sitio, de «empoderarme», como dicen ahora.

Y, en una asamblea, levantas la mano y apruebas en último extremo llegar a la huelga si es preciso. Y esa mano, señores, no se levanta contra la Consejería, ni contra los pacientes, ni contra los compañeros que piensan distinto...

Esa mano se levanta contra la chica de 18 años que no pudo, o no supo ser fuerte, y no dejar que decir sí a todo fuera su única opción. Que no se plantó. Que no levantó la voz ni la cabeza. Para que 34 años después sienta que no es un número, que merece buenas condiciones de trabajo. Que tiene derechos. Que es válida. Que el ingente esfuerzo ha valido la pena, todas las penas.

* Médica de familia