El calendario trae estos días el recuerdo cada vez más vivo -a veces tanto que da miedo- de la inmensa tragedia que fue para España la Guerra Civil, con su medio millón de muertos y casi otros tantos exiliados. Si el pasado 1 de abril se cumplieron 80 años del final del conflicto armado, y del inicio de un largo periodo de represión para los perdedores y de hambre para todos, no faltará quienes rememoren el próximo domingo, 14 de abril, aquella fecha de 1931 en que echó a andar la II República y con ella todos los acontecimientos que llegaron después. Y entre ambas efemérides, un homenaje necesario que parte desde Córdoba, a través de un Encuentro Internacional del Exilio Republicano, organizado por la Diputación, con el que se rinde tributo a aquellos cientos de miles de hombres y mujeres, figuras casi todas más de pensamiento que de acción, que tuvieron que emprender el camino del desarraigo para salvar el pellejo. Se rescata con ello la memoria de nuestros refugiados políticos, aún envuelta en silencio y ausencias. Aunque a algunos de ellos ya se les había empezado a hacer justicia gracias a la literatura, que había sido su mundo y ha acabado redimiéndolos del olvido. La nómina, por fortuna, va creciendo, y a ello han contribuido varios libros, especialmente Las armas y las letras, de Andrés Trapiello, el pionero, y diversos trabajos periodísticos, entre otros el magnífico número de Cuadernos del Sur dedicado al drama del éxodo cultural que ofrecía recientemente este periódico.

Sin embargo, de entre la profunda amnesia a la que se intenta poner remedio emergen dos personalidades -literarias ellas tanto por sus escritos como por su propio perfil biográfico- cuyo brillo las ha convertido en objeto de culto: Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897-Londres, 1944) y Elena Fortún (Madrid, 1886-Madrid, 1952). Y ocurre que entre ambos, que probablemente no se conocieron, existen muchos puntos en común. Sin inmiscuirse en la política, solo por sentirse demócratas de corazón, se vieron abocados al destierro. Y en él, mientras seguían matándose entre sí las dos Españas, escribieron desgarradoras obras de ficción -que en realidad se entienden como crónicas autobiográficas-, ignoradas hasta su reciente descubrimiento y que hoy, por la verdad y libertad de palabra que emanan, están consideradas entre lo mejor y más sincero que se ha narrado sobre la guerra. Además, muchos ven en ellas un reflejo ecuánime de eso que se ha dado en llamar «la tercera vía», la que no se casaba con los desmanes de la derecha ni de la izquierda, lo que hizo a sus autores víctimas del fuego cruzado y la desmemoria general. En los relatos de A sangre y fuego, publicados en 1937 en la editorial chilena Ercilla precedidos de un prólogo que es una joya del mejor periodismo, Chaves Nogales disecciona con pluma lúcida y compasiva el cuadro de horror que dejó atrás, con la esperanza de que el mundo lo conociera.

Elena Fortún, o Encarna Aragoneses, que era el verdadero nombre de la creadora de los cuentos de Celia, la niña pizpireta que entretuvo con sus travesuras la infancia republicana, hizo ya en el exilio de Buenos Aires que su famoso personaje, convertido en una joven de 15 años madurada a golpe de tragedias, contara con una sencillez que estremece al lector escenas tremendas de aquellos días de ira ciega. Celia en la revolución es un relato de terror sobre la lucha por la vida en un país destruido hasta sus cimientos que sobrecoge no solo por lo que cuenta sino por la voz inocente que describe lo que ve sin juzgarlo. Escrito en 1943, fue publicado en 1987 sin apenas eco, hasta que una edición del 2016 puso la obra en su sitio, el cielo literario donde no habita el olvido.