El pasado 17 de octubre, Canadá se sumó a la lista de estados en los que está permitido el comercio, venta, distribución y consumo de cánnabis para usos recreativos, una legalización que ya se dio a principios del 2018 en California y que también está vigente, con notables contradicciones federales, en otros estados norteamericanos y, desde el 2013, en Uruguay. El caso de Canadá es significativo --en especial, por la envergadura del país-- y sirve como conejillo de Indias para analizar los pros y contras de una política que, por un lado, regula el mercado con afán progresista y persigue reducir el creciente consumo entre menores y acabar con las mafias y con el coste social que representa la marginalidad del mercado negro, y, por otro, genera serias dudas sobre cómo afectará la medida a una sociedad que corre el riesgo de infravalorar los efectos negativos de una sustancia en apariencia inofensiva pero que puede afectar al desarrollo cognitivo, en especial de los jóvenes, y producir enfermedades mentales. En un plato de la balanza, el negocio legal y su generación de riqueza, impuestos y puestos de trabajo, así como el impulso a la investigación por sus efectos terapéuticos contra el dolor. En el otro, la banalización de una droga que tiene en alerta a la comunidad científica por las consecuencias futuras. Todo un laboratorio al que tendremos que estar atentos para enfocar debidamente el debate que también se plantea en nuestro país.