José María Aznar sigue siendo el hombre que no renuncia al peso de su sombra, que la mantiene viva, que la riega con frases arañadas al hambre de un posible regreso. «Mi legado fue un centro derecha totalmente unido, ahora no se puede decir eso» ha asegurado esta semana. Sí, pero no solo. También lo fue el nombramiento de Mariano Rajoy, contra quien iba el dardo. Creo que esa ira permanente escurrida en el gesto del expresidente, en este cabreo eterno al despertar del sueño, sobre todo tiene que ver con eso: porque Aznar no sólo es causante del partido que refundó -y cuya refundación vuelve a reclamar ahora, postulándose para el liderazgo de la operación-, sino del devenir que lo sucedió. Es decir: Aznar se ofusca en machacar la silueta huidiza del registrador de Santa Pola, pero él mejor que nadie recordará el dedazo. El periodista Fernando Garea ha señalado, además, que «también dejó una etapa de la que han salido imputados, procesados, juicios, sentencias y condenas que le han hecho perder a su partido esos tres millones de votos y el Gobierno». Lo que parece seguro es que el legado de Aznar no era especialmente democrático, si pensamos en el funcionamiento interno del partido: él fue designado por Fraga a dedo alzado y él luego hizo lo mismo. Cuando Alberto Núñez Feijóo, que parecía alumbrado para seguir la tradición, renunció a su cita con la historia interna del dedazo, se abría una galaxia de democracia interna desconocida en el PP. Y saltaron las costuras: censos inflados, afiliados que ya no lo eran, cifras falseadas. Ahora se enfrentan a su pasado: Pablo Casado pierde la primera vuelta contra Soraya Sáenz de Santamaría y propone un frente común para ganarle. Sin embargo, en 2016, tras las primeras elecciones, aseguró que «lo que queremos, simplemente, es que gobierne la lista más votada». El pacto era legal: antes y ahora. Es el parlamentarismo. Así, pasados los legados anteriores, nunca es tarde para llegar a la democracia.

* Escritor