De mi etapa como estudiante de Instituto (se llamaba enseñanza media y abarcaba de los diez a los diecisiete años) recuerdo el descubrimiento de algunas formas de placer. Hoy me vienen tres de ellas a la memoria: al alcanzar la resolución de un problema de Matemáticas; cuando culminabas con éxito una traducción de Latín, y el encuentro definitivo con el mundo del libro, como un paso avanzado con respecto a la lectura casi exclusiva de tebeos. A los catorce años, tuve que optar entre Ciencias y Letras, y dejé de lado la lengua clásica, que sin embargo recuperé pocos después en mis dos primeros cursos en la Facultad. En la actualidad el único que conservo es la lectura, si bien he abandonado aquella forma compulsiva en que la entendí durante algunos años, cuando, como otros de mi generación, vivía con la angustia de no tener tiempo para leer todo cuanto se suponía que debía pasar por tus manos (y por tu cabeza), por ello los primeros amaneceres que viví de una manera consciente llegaron mientras leía a lo largo de la noche. Luego, la dedicación profesional condicionó mis hábitos de lectura, y me centré en la Historia contemporánea, aunque no me considero un mal lector de novelas, o quizás mejor debería decir que lo soy de ciertos novelistas. Como docente procuré transmitir el placer de la lectura, recomendaba libros que no necesariamente debían estar relacionados con mi materia y cuando las circunstancias lo hacían aconsejable, bien por la celebración de un aniversario o porque aparecía una obra nueva, explicaba quién era el autor y las razones por las cuales podía interesarles de cara al futuro. En esas circunstancias siempre recordaba a mi profesor de Historia de España en Preu, don Enrique, que me dio a conocer Un mundo feliz, de Aldous Huxley.

Leer, además de proporcionarnos con frecuencia una aproximación a una forma de estética, contribuye de manera decisiva a nuestra capacidad para reflexionar, nos obliga a pensar, nos ayuda a mantener un ejercicio intelectual que por fuerza hemos de realizar en solitario. Por todo ello es una actividad beneficiosa y en consecuencia los índices de lectura son reflejo de comportamientos sociales y dicen mucho acerca de una comunidad. La semana pasada se dieron a conocer los datos de la encuesta sobre hábitos de lectura y compra de libros en nuestro país, y que por cierto no han sido valorados por nuestros representantes. En general, se puede afirmar que hemos mejorado, pero aún resulta alarmante que un 40% de los mayores de 14 años no lea nunca un libro. En lo que se refiere a la lectura de libros en papel las mujeres superan a los hombres, también se observa que los índices de lectura están en relación con el nivel de estudios y asimismo que no hay igualdad entre las distintas comunidades: Madrid es la que tiene mejores porcentajes y Andalucía se encuentra tres puntos por debajo de la media española, aunque haya mejorado con respecto a anteriores encuestas. Hay un 47,7% de encuestados que manifiesta que no lee o lo hace menos de lo que le gustaría porque no tiene tiempo, pero lo que me parece grave es que el 35,1% afirma que no lee porque no le gusta o porque no le interesa.

De la encuesta se deduce asimismo que es a partir de los catorce años cuando un individuo se consolida como lector o pierde el hábito, lo cual pone el acento en la educación secundaria, la que en mi etapa dije que se llamaba media, y me consta que en los institutos se desarrollan planes de lectura, pero quizá sea muy difícil luchar contra un medio hostil al libro, y no lo digo por la presencia de lo digital, sino por la escasa valoración concedida a que se dedique el tiempo libre a leer. Por mi parte, como Borges (pero con más razón), me siento más orgulloso de los libros que he leído que de los que he escrito.

* Historiador