Leo en Brenda Walker, que a su vez cita un diario de 1975 de Susan Sontag -o sea, que leo de tercera mano, que es como no leer-, que a Lenin, en su lecho de muerte, le estaban leyendo Encender una hoguera , de Jack London. En el cuento, un hombre que viaja por el Yukón en invierno, desoyendo las advertencias de gente más sabia, muere de frío, incapaz de encender fuego o matar al perro que lo acompaña, porque las manos se le han congelado. Walker piensa que esta lectura podría haber hecho meditar al moribundo Lenin sobre la humildad. Puede ser: es un relato sobre la arrogancia. Si el relato hubiera sido sobre el valor, las meditaciones habrían sido sobre la valentía. O tal vez no. Suele suceder que los lectores pensemos que todas las obras, versen de lo que versen, hablan siempre de nuestras dos o tres obsesiones personales.

Me interesa el tema de qué leemos cuando estamos enfermos o próximos a la muerte. Leer es la quietud máxima del cuerpo y la mayor velocidad cerebral, o sea, que es el momento en el que el tiempo va más despacio, en el que más nos ancla la gravedad. Leer para esperar hace las esperas largas, pero también nos hace vivir mucho en poco tiempo. En una sola vida mía puedo leer muchas vidas. No olvido los libros que leía mientras algunos familiares estaban, precisamente, en su lecho de muerte. Eran lecturas inquietas, un ojo en las páginas y el otro en el gotero o su respiración. Supongo que el tacto familiar del libro me tranquilizaba y el tiempo de la lectura facilitaba el propio, de destino inexorable. Me interesa qué elige uno leer en ese momento, y el hecho mismo de querer leer en vez de hacer otra cosa. A Lenin le leían a Jack London y no creo que tenga moraleja: seguramente le gustaba y lo pidió. No tiene por qué elegirse algo solemne para leer en la enfermedad o la agonía. Uno lee lo que le gusta, lo que le interesa.

Hace poco, un amigo mío, que es una máquina de pensar, estaba ingresado en el hospital, comido de enfermedad y dolor. Imagino su lucha así, metido hasta el cuello en las fauces de la bestia, y él tirando para arriba con los colmillos clavados, rompiéndose la carne hasta salir, algún día como todos pero hoy te voy a romper los dientes. Me decía que no tenía ni ganas de leer -cosa alarmante en él-, pero de pronto apareció en una fotografía junto a un volumen grueso. Hay que ser una clase muy temible de animal para estar en un momento así y no dedicarse a dormir, evadirse o hablar, sino emplearse en pensar, por el mero disfrute de tener electricidad en el cerebro. Muy temible.

En el Bardo Thodol, o libro tibetano de los muertos, se dan instrucciones para una muerte consciente, que permite que el difunto guíe el camino de su alma. Una exótica patraña, que no obstante me hace pensar en dos tipos de libro. Los que quitan el miedo y los que no. En lectores que ante la muerte y el dolor dicen «voy a vivir un poco más», y ahí la dejan arrinconada, mientras ellos siguen leyendo. H