Malas noticias para el mundo del libro. Las descargas ilegales aumentaron en el 2017 el 2%. 419 millones de descargas frente a las 374 del 2016. Lo cual significa que más de 3.600 millones de euros fueron sustraídos al sector editorial. Es decir (del último al primer eslabón de la cadena) a libreros, distribuidores, comerciales, impresores, encuadernadores, productores y vendedores de papel (y de tinta, y de maquinaria de imprenta), correctores de pruebas, traductores, redactores editoriales, editores, diseñadores de cubiertas y autores. Por no hablar de contables, responsables de comunicación, encargados de la venta de derechos de autor o todo tipo de personal subalterno asociado a editoriales, imprentas o librerías. Un montón de gente cuyo trabajo se está despreciando, olvidando y destruyendo. Y todo en un solo clic.

Hace poco me compré el último libro de Maggie O’Farrell, una autora a la que admiro y sigo. Me emociono cada vez que saca nueva novela, porque sé que me va a proporcionar varias horas de absoluta felicidad. Podría descargarme sus libros por internet, gratis, rápida, fácil e impunemente, pero, por supuesto, no pienso hacerlo.

Mi forma de admirar consiste en respetar el trabajo ajeno. Compro los libros de O’Farrell --y animo a otros a comprarlos-- porque deseo que siga escribiendo. Deseo que reciba el 10% (menos impuestos y comisiones de representantes) de lo que yo pago por el ejemplar; deseo que muchos hagan lo mismo para que nunca tenga que plantearse dejar de escribir. No quiero que O’Farrell abra un bar o desempolve un antiguo título académico olvidado. Quiero que escriba. Cuando más, mejor.

Tal vez un día tengamos políticos que respeten y protejan los derechos de autor. Por ahora, mejor apelo a los lectores, porque soy una de ellos. Y de lector a lector, os ruego: antes de hacer clic sobre el enlace de una descarga ilegal, pensad qué pasaría si ese libro no existiera. Si no fuera a existir nunca porque ahora su autor vive de servir copas.

* Escritora