Estoy tratando de escribir esta columna en un bar veraniego. Suena Natti Natasha a través de unos altavoces exigidos. Un camarero tatuado me ha servido con extrañeza un café. Lleva la bandeja llena de cubatazos embalonados. Veo el mar. A mi lado hablan unos cuantos hombres. Camisetas del color de los helados. Bermudas claras. Mascarillas en el codo. Sandalias de cuero y uñas crustáceas. Con la excusa del calor se abrazan a la poca vergüenza. Son como maniquís fugados de la sección de saldos del C&A. En la tele saluda Felipe VI. A su lado, hierática, con sonrisa de iglú, Letizia. Constelación de diamantes, brisa de julio: LE-TI-ZIA. Juan Carlos es el caballo de Troya del republicanismo español. Letizia, en contra de la opinión naftalínica de algunos monárquicos, es Héctor y Helena y mil troyanos dando su vida por defender su reino del invasor. Ella es la única persona que puede parar esta hemorragia tricolor en el cuerpo de la corona. Alejarnos de amores borbónicamente puros. De máquinas de contar billetes. De elefantes abatidos. Esto se cae, si es que puede caerse. Soy republicano porque no creo ni en la familia, ni en el deber, ni en la bondad perpetua. Puestos a dejarnos mangonear, prefiero que el trinque sea, al menos, periódico y alterno. Si algo hemos aprendido en este país es que las grandes dinastías siempre desembocan en el caos. Flores, Campos y Jurados. Julioiglesismo y barbarie. Reinas sin trono. Familias deshilachadas. Yates y adioses. Letizia es el iceberg y la República, el Titanic. La legítima princesa del pueblo. Periodista. Divorciada. Clienta del Zara. Arisca e incómoda. Como mi ciudad, tan lejana y sola. Cargando sobre sus hombros de hierro el peso de este sindiós. De un país que te da la bienvenida y te apuñala a la salida. De una España sincebollista, tristona, de corazón crudo y piel enrrojecida. Una España que huele a bajante, a sofrito y a Nivea.

No me cuesta imaginar a Letizia en este mismo bar, mirando el móvil con desgana. Comprándole un Mikolápiz, o cómo se llamen ahora, a sus hijas. Observando a su marido charlar de nada con sus amigos. Pantalón corto, polo pastel, pulseritas de malote. Ella, envuelta en un vestido suave, planeando un verano interminable. Lejos de aquí. Lejos de cualquier parte. Dibujando una tierna ruta de escape en su cabeza. No sé si Felipe y ella aún se aman, o si están atravesando un páramo matrimonial o si su bofrostismo es exigencia del cargo. Hay un trampolín llamado separación, pero no todo el mundo salta. Un arrepentimiento con los dedos asomando y el celeste recortando nuestro arrojo. Hay quien se zambulle con entusiasmo. Hay quien vuelve a bajar por las escalerillas sin rozar el agua. Pero todos hemos estado alguna vez sobre esa tabla, en esa estampa, recortados contra el cielo, fantaseando con la espuma de nuestros cuerpos al hundirse.

Letizia es más España que Felipe y Juan Carlos. Más España que Sofía y las depuestas infantas. Hay en ella tragedia y renuncia. Valentía y candidez. Hay en su frágil campechanía un desdén indisimulado, mortal y hermoso. La Woman enrollada en la bolsa de la piscina. Depilación láser. Sandía cortada en el tupper. Novelas abandonadas en la mesita de noche. De ella me lo creo todo. Reina con alma de peón. Un enfrentamiento transparente a la institución que encabeza. En esa contradicción se nos hizo humana y noble. Al pijerío sólo le pido que sea sobrio, vaporoso y ajeno. Dios me libre de acercarme a la playa a saludarla, desde lejos, y gritarle: «¡Guapa!». Pero la tentación está ahí. Soy republicanamente suyo. Y si su marido tiene que dejar su puesto de trabajo como Jefe de Estado, le desearía un subsidio de desempleo digno y un edificante futuro civil. En bares como este. Con veranos sin tournées. Que no despache con alcaldes, ni coma sobre manteles de tela. Sólo tapetes de papel volándose de las mesas de plástico. Adobo, mondadientes y Cruzcampo. Y a ella dejarla un poquito más en los palacios vacíos, en las misas y en nuestra tele de año en año. Con Radiohead a toda hostia sonando en el coche oficial. Desgañitándose cantando «I´m creep, i´m a weirdo». Dejando el viento colarse por la ventanilla, en carreteras de costa, a salvo de los bañistas, de chiringuito en chiringuito, hidropedales y colchonetas. Apurando estos últimos días de monarquía en sitios como este, llenos de reinas estivales, niños con tablets y horteras desconocidos. La última monarca. La que España merecía. Y luego un desierto republicano y el recuerdo de estos locos años de consanguinidad, terrazas y Puerto de Indias.

* Escritor