Vivimos inmersos en un océano de mentiras, de falsas verdades, de inútiles falacias que, al final, nos conducen a la infelicidad gratuita y a una crispación intolerable y sórdida que acaba dinamitando nuestro ánimo y nuestro deseo de respirar en paz, ajenos a consignas de ideólogos nefastos que disfrutan rasgando la sana convivencia de un país aún anclado en brumas de posguerra. Cuando era un chiquillo escuchaba diariamente (se nos adoctrinaba en el colegio) que quien gobernaba esos días la nación era bueno e infalible, justo, igual que un Dios venido a la tierra embutido en color caqui. La nación donde vine a nacer, según decían, era única, grande y libre. Eso afirmaban. Luego supe que no era una cosa ni la otra. Hoy, de alguna manera, la historia se repite, cambiando los nombres -el papel de los actores protagonistas- en tierras catalanas. Uno siente rabia y dolor de que así sea. Pero ¿qué puedo hacer para impedirlo? Nuestra sociedad está mediatizada por la manipulación voraz e infame de ciertos santones -llamémosles políticos-, de ultimísimo orden, o mejor de medio pelo, que dirigen al pueblo por caminos peligrosos que bordean la orilla de abismos insondables. En mitad de ese fango brumoso, el fondo gris del enorme océano de inútiles falacias, nos movemos a tientas, desprotegidos, solos, como esos sórdidos peces abisales que rozan el légamo umbrío de los mares buscando un pedazo de leve claridad. En los últimos días tengo esa sensación de moverme y nadar en un mar tenso y sombrío de banderas y lazos que flotan, a la deriva, en la superficie crispada del país sin hallar un rincón donde guarecer mi alma para poder soportar la ineptitud y la estupidez que en torno a mí se espesan.

Nunca, jamás, pensé que iba a vivir estos días azules de incertidumbre grávida, donde el odio y la inquina fluctúan por el aire como si fueran enlutadas golondrinas, o cornejas fruncidas por un mal agüero diáfano. Las banderas y los lazos, en vez de unir, desunen, de algún modo terminan animalizándonos, sacando la parte más gris de nuestras almas. La estupidez, el orgullo y la arrogancia han sido envueltos entre lazos y banderas para conducirnos hacia la oscuridad.

Reconozco que nunca creí -pido perdón- en la emoción que convocan las banderas ondeando en el aire su patriotismo sólido, su rumor de grandeza aguerrida de olor caqui. Desde muy niño sentí -pido perdón, por segunda vez- una blanda indiferencia, ni respeto ni amor, ante el movimiento grácil de un pedazo de tela dibujándose feliz bajo la brisa sutil del mediodía en la balconada de un Ayuntamiento. Me sentía fascinado, es cierto, por el vuelo certero y veloz de los vencejos del verano alrededor de la torre de la iglesia trazando círculos ágiles e hipnóticos. Y también se encendían mis ojos infantiles ante las suaves piruetas de almidón que urdían las románticas, tiernas, golondrinas que cruzaban el aire amoroso de mi barrio como pizpiretas novicias de un convento levitando en la armónica claridad de abril. Mas nunca me emocionaron las banderas. Y si al principio no les tuve miedo, sí empecé a respetarlas, a mirarlas con temor, a raíz de verme obligado a darles un beso y jurar ante una, la insignia de la patria, mi obligación moral de defenderla con los dientes y las armas si hubiera ocasión de ello. Mi pacifismo azul fue vulnerado durante los meses gélidos, invernales, que, en contra de mi voluntad, hube de andar arrastrando mi cuerpo en el fango de la mili. A raíz de ese punto empezaron a herirme las banderas, no solo la mía, la de nuestro país, sino también las demás, las del planeta. En cuanto a los lazos, nunca me agradaron aquellos de un solo color, verde u ocráceo, sino los de mi infancia, lazos líricos, unidos en la firme paz del arco iris que flotaba en los cerros amables de mi pueblo como un puente sublime después de la tormenta, convocando a los pájaros y chopos en su alegría.

Hoy creo en la bandera invisible del amor, la de la concordia y el entendimiento, la que ondea en las entrañas del pueblo vulnerado, el que no entiende de zanjas ni fronteras, de lazos amarillos que traen desolación. Si la estupidez no abundase tanto, y los fatuos políticos no la jaleasen, el pueblo español abrazaría la convivencia, esa que últimamente nos robaron por puro capricho y codicia personal gobernantes espurios que agitan las ideas de la supremacía separatista, sin saber que en el mundo no existen las fronteras, y que todos vibramos, o debiéramos hacerlo, en el tono de paz que vibra entre la gente que no ata su vida con lazos ni banderas y a diario transita el sendero del amor.

* Escritor