Se acabó el cuento, dentro de unos días un año más en el calendario de cada cual. Estamos demasiado condicionados para contar y recontar años, cuando en realidad no se cumplen años, se cumplen recuerdos, momentos malos o momentos felices. Se cumple salud o enfermedad, ilusión o desengaño, amores o llantos. Una vez que dejamos de contar la vida por abriles -como se hacía en mi juventud y cantaban las folklóricas-, la vida debería recordarse por aquellos momentos que nos marcaron: el primer amor, el nacimiento de un hijo, el año de la nieve, el final de la carrera, cuando nos fracturamos un brazo, salimos ilesos de un accidente o cuando nos partieron el corazón. El tiempo no es una medida para nada que importe. El concepto del tiempo debería ser algo personal, pero tuvo que venir el reloj de la catedral de Núremberg, con el jodido calvinismo, para empezar a dar los cuartos y hacernos creer que el tiempo es oro. Siempre midiéndolo, para hacernos correr tras él, o delante de él, tan loquitos como el conejo de Alicia.

La verdad es que de jóvenes todos tenemos un poco cara de conejo. Luego, es el tiempo el que nos va definiendo y haciendo personas. El tiempo es mucho más que oro: es vida, decía Gala, y estamos vivos de milagro, sentenciaba Morente. Por eso hay que vivirlo todo apasionadamente, la escasez del tiempo también, porque el tiempo no transcurre, transcurrimos nosotros, y nosotros nos iremos y no volveremos más, como celebran los villancicos de la nochebuena. Nos engañan todos los relojes. Desde pequeñitos nos fijan en la conciencia las terribles consecuencias de perder el tiempo y ya ven, llegados a la edad adulta podemos perfectamente pasar un año sin gobierno, en funciones, y funcionando todo el mundo menos los que tienen que funcionar. Deberíamos disminuir el techo de nuestras necesidades para rebajar así nuestras fatigas: «El día que me recuerdo/ que me tengo que morir/ pongo una manta en el suelo/ y me jarto de dormir». Vivir por encima de nuestras posibilidades nos ha llevado a donde estamos: desorientados, agobiados con el futuro, egoístas con lo poco que tenemos y celosos de poder perderlo. En cambio, volviendo al dictado dictador del tiempo, estamos dispuestos a perderlo sin límite con el asunto catalán, el tsunami democrático y otras pamplinas que llenan los telediarios. Un amigo le ha dado la vuelta al «España nos roba» de Pujol, para denunciar que «Cataluña nos roba nuestro tiempo hasta en la cena de Navidad». A pesar de que dentro de nada celebremos la llegada del 2020, dejemos de calcular el tiempo por los minutos y los días, el segundero y el minutero, los cumpleaños y las efemérides, la hipoteca, la Navidad, la Semana Santa, la feria o el veraneo, y calculemos el tiempo por los latidos del corazón... Feliz 2020.

* Periodista