El Museo del Prado posee, sobra decirlo, infinidad de obras universales y geniales pintores. Constituye, junto a un reducido ramillete de las mejores pinacotecas del mundo (MOMA de Nueva York, Louvre, Hermitage, National Galery...), un referente mundial. Calibrar el inconmensurable valor de las piezas y maestros resulta un trabajo completamente ímprobo e inabarcable. El bicentenario que ahora se celebra es prolijo en proyectar multitud de perspectivas e inmensidad de horizontes de la institución centenaria, que podemos disfrutar todos estos meses. No obstante, el espectro pictórico brilla siempre con luz propia, porque es la naturaleza prístina del museo, a pesar de su diversidad de potencialidades. En esta ocasión nos apetece recordar una de las joyas del museo que representa, con muy poca duda sobre ello, uno de los grandes referentes de nuestra pintura universal. Es además una de las mayores lecciones del pintor sevillano, que señorea con magisterio la cátedra que ostenta entre los colosos del arte del pincel (Bosco, Goya, Rubens, Tiziano, Durero...). El cuadro de Las Meninas, al que nos referimos, no deja a nadie impertérrito. La sala (12) en la que se expone es uno de los hervideros más destacados del Museo, uno de esos santuarios en los que se concitan intensos corrillos que aúnan (en lo más externo) el ruido bullanguero de los que quieren verlo, y el silencio apabullante de los observan la obra con una solemnidad casi sagrada. Es una de esas obras universales que forman parte de nuestro imaginario cultural (en los de dentro y los de fuera), que al verla de frente causa respeto. Algunas veces, frente a ella, me conmueve esa mirada detenida de un gentío que entiende como nunca lo que es una obra de Arte. Una genialidad. Velázquez sintetiza como nadie un momento de nuestra Historia y nuestro Arte: la monarquía seiscentista y el Barroco. La obra constituye, junto a Las Hilanderas, el culmen de su producción, cuando tiene la edad de cincuenta y siete años (en 1656) y se encuentra en el epílogo del oficio (fue su penúltima obra). El maestro ha sabido elevar el arte del pincel a su máxima expresión, sobresaliendo en todas las dimensiones posibles. Como bien decía Lucas Jordán, Las Meninas son una teología de la pintura (lo superior). El pintor de cámara del Rey Felipe IV es en este cuadro completamente transgresor, derrochando una inmensa dosis de atrevimientos. Como un funambulista de altura acomete riesgos de muchísimo peligro. Lejos de representar un retrato de familia al uso (monarcas con los símbolos de poder, hieráticos, etcétera), nos representa una atrevida escena cotidiana de taller: con presencia de la infanta Margarita, cuando aún era heredera del trono con la consideración de emperatriz, rodeada de su corte de servicio (meninas, guardadamas, los bufones Mari Barbola y Nicolasito Pertusato, perro...); con el increíble atrevimiento del maestro incluyéndose en el cuadro, en una España donde los pintores no son más que simples menestrales, sin consideración social alguna de artistas.

La naturalidad de Las Meninas resulta tan envolvente que hasta parece sencilla. Cuando es todo lo contrario. Se trata de una pintura de alta conceptualización compositiva, con artificios sublimes de urdimbre intelectual. Véase cómo adquiere la infanta, a primer golpe de vista, un especial protagonismo en el eje compositivo, con una subordinación de las meninas (cuidadoras) hacia ella; no obstante, rápidamente nos percatamos que los protagonistas (hipotéticos) son los monarcas Felipe IV y Mariana de Austria, reflejados en el espejo del fondo, quedando difuminados. El pintor confrontado a ellos con su caballete confirma la hipótesis, vinculando hacia ellos la mirada del resto de personajes (diez), con una captación precisa de unidad psicológica maravillosa. El maestro nos sumerge con extraordinaria habilidad en el cuadro (como si estuviéramos participando directamente), con el ingenioso artificio de quedar nosotros dentro de la escena; en una composición completamente abierta e inclusiva, como muy bien decía Gautier («¿Pero dónde está el cuadro?»). Otro de los prodigios del genial pintor se encuentra en la perspectiva aérea: cómo sabe concebir con magisterio el espacio verdadero sin líneas de fuga, con fondos escalonados a base de luces (ventanas laterales, puerta de fondo...) y sombras que definen planos progresivos, creando un interior donde flota el aire. Es maravilloso. Nada es superficial en Velázquez. Su genialidad brota por todas las partes: composición, solventes retratos; enriquecida paleta de colores, actitudes diversas, congelación del momento, intriga, etcétera. Con cuánta inteligencia contrapone puntos de verdad y ficción, ofreciéndonos realidad e imaginación para que creamos nuestra propia ilusión. Con cuanto magisterio pictórico alcanza y sobredimensiona ese Barroco de luces y sombras, teatralidad y escenografía hábilmente manipulada. Con qué solvencia resuelve los retratos de la corte, y con qué grandeza enaltece a los bufones con la dignidad de reyes. La dialéctica de estética barroca elevada a la máxima expresión: con un retrato que no es retrato; espontaneidad frente a solemnidad; opulenta lucha entre luces y sombras, magistralmente tratadas; espacio interior y aprehensión del aire que se acredita como verdad fehaciente. El ingenio del Maestro clama a voces, con su atrevida presencia, el prurito agónico de Artista. Velázquez.

* Doctor por la Universidad de Salamanca