Hay personas que se adelantan a la tragedia siendo trágicas todo el rato. Invaden con sus augurios los desayunos y la cervecita de los viernes y es suyo también ese zumbido del Whatsapp justo cuando corres hacia la cama con los calzoncillos en los tobillos para finiquitar en horizontal un polvo de cocina improvisado, uno de esos arrebatos de verano, encimera y tostador. El dramático no descansa. Une cabos y predice un apocalipsis cada ocho horas. Posología del fin del mundo. Estaban cuando el confinamiento y estarán en los rebrotes. Están vigilando los columpios y el uso de los transportes públicos. Son los mismos que le pegan una patada a la rueda de tu coche y te dicen: «Está floja». Son los mismos que si sale tu Virgen, preguntan: «¿Está chispeando, no?». Son los mismos que si el niño se envalentona con la bicicleta, dicen: «Se va a caer». Son los mismos que si tu equipo va ganando, dicen: «Os van a empatar». Me queda la duda de si esas reiteradas y cenizas advertencias esconden pereza o miedo o tristeza. Ahondaré en esta última. Porque la tristeza tiene dientes y bajo su suave pelaje esconde un depredador.

He servido más copas de las que me he bebido, que ya es decir. De la noche aprendí a identificar, de lejos, la tristeza. Primero limpiaba la barra con Larios. Luego me servía uno con Coca-Cola. Tres piedras de hielo. La ginebra cayendo durante cuatro segundos. Y luego, lo más emocionante, elegir con qué canción empezar la noche hasta que llegara el DJ, sacara mis discos del reproductor, y cabalgara sobre la noche como un hermoso cowboy frente al crepúsculo. «¿Cómo suena un país cuando está triste?», se preguntaba Alex Ayala Ugarte en su libro Rigor Mortis. Un país entero no sé. Pero sí sé cómo suena un pequeño pub del centro: no hay nada más triste que el silencio entre canción y canción. Ese eco funesto. Un instante que condensa el aullido de los solitarios, de los borrachos, de los que se abren paso entre otros cuerpos con el corazón roto. En ese misterio entre disco y disco habita el miedo a envejecer, a quedarnos por siempre encerrados en esa mente concupiscente y obtusa. En todos esos amores veloces. En ese perfume de barra, de nevera encharcada, de cigarros en la puerta, de cervezas estampadas contra el suelo. Pisadas peguntosas. Confidencias al oído. La noche como un caladero de sombras. De besos mendigados. De amigos perdidos. Un entusiasmo fugaz. Un hola que se confunde con el adiós, aquello de ser joven, que sólo es un nido bajo la cornisa del pasado. Ese desgarrador segundo sin acordes que maquillen esta transparencia salvaje. No hay canción más triste que la que acaba, dando paso al latido del que escucha. Por eso los DJs no dan tregua, para evitar que nos echemos a llorar todos juntos en un totémico abrazo.

En el baloncesto está la regla del campo atrás. En la vida deberíamos hacer parecido. Sancionar la nostalgia. Dejar de jugar prórrogas interminables. Saber perder. Haber disfrutado de nuestro pasado no debería hacernos esclavos de él. Wallapop es mi nuevo Tinder. No hay mejor cita que la de quitarse de encima una bicicleta vieja, un abrigo que ya no usas, un libro que no volverás a leer jamás. Envejecemos y la tristeza nos sepulta en vida. Un día estamos quemando Converse y meneando la melena con una canción de unos chavalitos nuevos que se llaman The Strokes y al otro eres un calvo señalando a una vieja en el parque porque va sin mascarilla. Hay que rebelarse contra la decrepitud o, al menos, decorar nuestra miseria con flores y canciones.

* Escritor