La muerte de un amigo convierte en secundaria cualquier otra noticia, cualquier celebración, cualquier coronavirus. Si el amigo es poeta, son dos mundos caídos: su amistad, con sus vientos y cimas, y la voz que nos sigue rondando en el silencio, sin sus versos futuros. Es lo que me sucede con la muerte de Manuel Lara Cantizani: se agota un universo, se nos rompe su cielo laminar de Lucena, su pasado encendido. Mi generación poética está siendo golpeada con crueldad y la lista de bajas -especialmente en Córdoba- aumenta incomprensiblemente: Eduardo García, José Ignacio Montoto, y Lara Cantizani. Pero también fuera: pienso en nuestro querido Adolfo Cueto, en la tierna, siempre dulce y valiente Carmen Jodra. Las pérdidas las vamos asumiendo lo mejor que podemos: o sea, mal. Conocí a Manuel Lara Cantizani en la presentación de la antología 25 poetas jóvenes españoles de Hiperión. La mitad, o casi, éramos cordobeses. Seguramente había por allí más pose que poesía, aunque entonces al menos podía disculparse, porque éramos muy jóvenes. Pero en Manolo no había representación: escucharlo, hablar con él, era asistir a su alegría de existir, al vuelo repentino de los tigres lunares. Unos años después, en 2005, me ayudó con mi libro Lucena sefardita: me mostró fuentes, recorrimos juntos su ciudad y me dio ese sitio enorme de su abrazo. Era un gran tipo, sigue siendo un gran tipo, existe, queda. Era un poeta que amaba el alto desenfado de Luis Alberto de Cuenca, como amigo y hermano, en ese tono afín desde la concreción sutil del haiku hasta El invernadero de nieve: quizá su mejor libro. Hoy pienso en su familia. Y en Jacob Lorenzo, compañero del verso. Al morir Pablo García Baena una Córdoba desapareció. Con Manolo, con esos otros amigos, se nos van agrisando ciertos brillos solares de nuestra juventud. Con Manolo ningún partido de tenis era el último y cualquier escenario era posible. Verte era fantástico, y ahora correremos por un nuevo silencio.

* Escritor