Es tentador culpar a los jóvenes de todo. Cuando yo era joven, también pasaba. Cuando tú eras joven, igual. Como si la madurez la dieran los años, y no la educación o las hostias que va atizando la vida. Como si la estupidez caducase a los treinta y cinco. Son tiempos negrísimos. Paradójicamente, hay más respuestas que preguntas. Cada uno tiene su certeza. Su protocolo. Su fórmula. Como en una convención de científicos chalados donde todos corren de un lado para otro con matraces y probetas burbujeantes entre las manos. De la perplejidad se pasa al miedo. Del miedo se pasa al pánico. Del pánico ya uno no sabe a qué pasa. Y ahí empiezan los problemas.

No soy optimista, trato de mantenerme firme en mis convicciones. Mis convicciones son como los manteles en mi casa: tengo dos. Pongo uno cuando el otro se está lavando. Honestidad, saber quién soy y mostrarme tal cual. Coherencia, no pedir a los demás lo que soy incapaz de garantizar de mí mismo. El resto es prosa trotona y mensajes de autoayuda. Cuando era joven me creía más listo. Con cuarenta años, sólo aspiro a dormir por las noches y a poder mirarme en el espejo sin ruborizarme.

Las tragedias no se construyen como las torres de madera de mis hijos, sumando piezas una a una hasta el derrumbe final. Las tragedias suelen ser arquitecturas complejas. Planos indescifrables. Aristas y contrafuertes. Nada que se pueda poner en pie en dos mañanas. Sólo la osadía, o la pereza, pueden animarnos a señalar con el dedo. “Los bares”, “los parques”, “los chavales”, no pueden explicar este martirio. Esta nueva ola de muerte, de miseria y de incertidumbre. Que sean los propios gobiernos, estatales, autonómicos y municipales, los que señalen a colectivos concretos, con anuncios, campañas en redes y alguna declaración pública, bordea la negligencia y ahonda en la injusticia. La juventud no es idiota, pese a que hay jóvenes idiotas. Igual que hay políticos responsables, pese a la irresponsabilidad política en este naufragio mundial.

Hay padres orgullosos de que sus hijos escuchen la misma música que ellos escuchan. Yo creo que el mayor encanto de ser joven es ir a la contra de nuestros mayores. Así lo entendía con dieciséis años y lo empiezo a sentir ahora, que tengo edad para mirar hacia atrás achinando los ojos, en bata y pantuflas. El tiempo encauza la corriente y luego están la comprensión y los abrazos, el reencuentro entre generaciones distanciadas, padres e hijos, abuelos y nietos. Nos queremos mucho, pero habitamos ínsulas distintas. Defendemos nuestro territorio con arcos y flechas. Basta con mirarnos desde lejos, sin tratar de pisar orillas ajenas, dándonos los buenos días con cariño, de cocotero a cocotero, y dejar que el tiempo apacigüe las olas. No entender a los jóvenes no los convierte en enemigos, sólo en incomprendidos. Tienen su lenguaje y sus preferencias. Sus encantos y sus laberintos. Son protagonistas de sus vidas, jefes de sus mierdas, víctimas de sus propios errores. Héroes de sus películas, aunque sean sobreactuados dramones de sobremesa. Pero todos fuimos protagonistas de los nuestros.

De esta, ni saldremos mejores, ni saldremos juntos. Sólo hace falta dar un paseo por la calle y fijarse en los demás. En sus extrañezas, sus vaivenes, sus indecisiones, sus temores. Náufragos agarrados a tablones tras la tormenta. Como si cada uno de nosotros tuviera un cartel en el pecho donde se lee “Se traspasa”. Somos locales cerrados. Ajenos al fragor de hace nada. Cocinas cerradas. Columpios vacíos. No son los jóvenes, ni los viejos. No somos unos u otros. Vivimos en un todo que se hunde. Hay que compartir los pesares. Agarrarse a las esqueléticas alegrías que aún la vida guarda para nosotros. Seguir con convicción fiera. Todo pasa. Esto también pasará. Ya que los que mandan han demostrado su incapacidad, confiemos en el tiempo. Ese chamán tribal y pendenciero. El paso de las horas y los días y los meses y los años. Siempre hay una farola a la que lanzar piedras. El problema es acertar y quedarse, definitivamente, a oscuras.

* Escritor