Intimidación y violencia son los dos conceptos alrededor de los que gira la enorme polémica generada por la incomprensible sentencia del caso de La Manada. Según el fallo, la ausencia de intimidación y violencia hacen que los hechos probados constituyan un delito de abuso sexual y no de agresión sexual. Para los jueces, el hecho de que la chica de 18 años, «rodeada por cinco varones, de edades muy superiores y fuerte complexión (...)» sintiera «un intenso agobio y desasosiego (...) que le hizo adoptar una actitud de sometimiento y pasividad» no constituye intimidación. Ese mismo sometimiento evitó que los agresores usaran (más) violencia sobre ella, y es así como lo sucedido no es, a ojos de los jueces, una agresión sexual. No opinan lo mismo miles de mujeres que se han manifestado en toda España, la fiscalía (que presentará recurso) y reputados juristas. Hay que respetar las decisiones judiciales, pero ello no es impedimento para afirmar que el fallo perpetúa los clichés que dan pábulo a la cultura de la violación y da la razón a las voces que critican la justicia patriarcal. La sentencia indica que si una víctima no se resiste, no hay violación, y que la penetración no consentida no es violencia. Se cargan las tintas sobre la víctima y se aceptan prejuicios que deberían estar superados, como puede leerse de forma escandalosa en el voto particular de uno de los magistrados. La ley siempre será interpretada por los jueces. Otro asunto es que juzguen crímenes vinculados con la violencia machista jueces que no tienen ninguna formación en violencia machista ni sexual. Esta es una de las conclusiones, la necesidad de formar jueces o crear tribunales específicos. La otra es la revisión del delito de violación en el Código Penal. Mientras, por difícil que sea en plena ola de indignación, cabe confiar en que los recursos a instancias superiores logren que se haga justicia.
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