Bien que sus cultivadores profesionales repitan cansinamente que la Historia no se repite, es lo cierto que, en ocasiones, la realidad más irrefragable semeja corroborar ad integrum la vulgar afirmación.

A no dudar, uno de los episodios del presente español más impactante se incluye en tales coyunturas. La actualidad más clamorosamente mediática se encuentra presidida por el cerrado antagonismo entre las fuerzas policiales específicas del Govern y las de ámbito y jurisdicción estatales. El profundo desencuentro que las distancian hodierno en ámbitos muy sensibles de la seguridad a escala nacional, evoca otros episodios de igual gravedad en el discurrir de la historia española más reciente. Es así harto conocido al respecto el capítulo de la revolución de octubre de 1934, iniciado con la rebelión frente a Madrid de los Mossos de Escuadra bajo el mando de Dencás, consejero de Gobernación de la Generalitat presidida por Luis Company. Urgida la represión por el gabinete Lerroux al capitán general de Cataluña, Domingo Batet, este desbarató manu militari la intentona, con fuerte aplauso de la inmensa mayoría del país, antes de que este se viera envuelto por los sangrientos sucesos provocados por el levantamiento obrero asturiano, verdadero antecedente o prólogo de la guerra civil de 1936, conforme a la opinión de una gran número de los especialistas más reputados en el análisis de la contienda.

A raíz de tan crucial episodio en el devenir de la Segunda República y hasta los iniciales compases de los gobiernos frentepopulistas, la vida de la región discurrió por cauces relativamente pacíficos que permitieron, incluso, hablar de un oasis catalán, en medio de un país inclinado irremisiblemente hacia el duelo fratricida. Llegado este y huida despavoridamente gran parte de la alta burguesía de la implacable persecución de las milicias ácratas y otros sectores de su potente izquierda, ocurriría el muy curioso y significativo lance relatado por un pintoresco personaje, transformado, tiempo adelante, en autodidacta historiador de los nacionalismos vasco y catalán, así como en biógrafo de un abultado número de semblanzas de políticos y prohombres muy destacados de la España de la primera mitad de la centuria pasada. Cuenta, en efecto, el santanderino Maximino García Venero (1907-75) que, en un rifirrafe verbal entre dos grupos de exiliados catalanes en la Italia de Mussolini, apenas traspasada la frontera, uno los más exaltados discutidores acerca de las causas provocadoras de su tragedia personal y nacional - el gran amigo de F. Cambó y prócer de la Lliga Pere Rahola- proclamaba que, en la futura restauración de la Autonomía del Principado, el orden público sería incuestionable y firmemente materia en todo reservada y exclusiva del poder central, aunque no así las delegaciones de Hacienda y Enseñanza… (Historia del nacionalismo catalán. Madrid, 1967, II, p. 450). El hecho, por supuesto, no necesita de escolio alguno, pues su expresividad no cabe superarse.

En estos días del aborrascado setiembre español de 2018 su recuerdo resulta a todas luces muy oportuno para reflexión de ciudadanos y políticos, gobernantes y gobernados. En una nación mínimamente configurada como un Estado de Derecho, el orden público no puede tener en trances decisivos otro titular que las fuerzas de orden bajo su dependencia.

* Catedrático