Mi amigo Diego es gaditano. Luego, andaluz, español, europeo del mundo mundial y tiene pinta de ser, sobre todas las cosas, caletero, una definición en toda regla. Bien, mi amigo Diego tiene una opinión bastante crítica sobre toda la parafernalia independentista soportada en este trocito de planeta que pisamos, incluso los que --como es notorio-- habitamos en Roma. Como no he podido discutir demasiado con él esta semana, me voy a pelear aquí. Sin sangre. A ver qué concluyo.

Vamos por partes. Quien me conozca, o alguna vez se haya pasado por este faldón, sabe que me considero un patriota, pero nada patriotero. Esto explica que entienda que mi país, tan banal como profundo, según le dé, tiene defectos y virtudes, las padezco y gozo, que, sometidas al fiel de la balanza, decantan el peso total (por estrecho margen) al lado de creerme una historia común, una cultura extensa, un idioma poderoso y bello, y define --muy a pesar de la pléyade de botarates insulsos que nos gobiernan, regobiernan, o aspiran, reaspiran, a hacerlo-- un conjunto de derechos (teóricamente preservados) que deben reclamarse, pueden ejercerse y han de garantizarse, en tal orden, que ya no es casual. Ese sentido, el de los derechos de las personas, que no se arropan en una bandera ni se someten a un territorio, es donde mi patria encuentra un cobijo cierto. Por eso no me da miedo ni me genera inquietud someter lo que creo a un referéndum, con independencia de que pregunte por la independencia. Le decía a Diego que si la voluntad de un pueblo es clara, no hay quien la pare. Podremos poner enfrente la venerada Constitución española, el procedimiento agravado de reforma, el Tratado de Lisboa, o el Digesto de Justiniano, pero si la gente decide marcharse, se va y punto. Las leyes no pueden dinamitar la voluntad, cuando existe; demostrada, se reforman. El problema reside en mascar la tragedia para sacar partido. Y, en menor medida, en cuántos tienen que votar.

Los dos procesos que se miran con atención son Quebec y Escocia. En Quebec llevan treinta años decidiendo si se marchan y no lo han logrado, votando tres veces. En Escocia votarán en 2014 y todo apunta a que Su Graciosa Majestad no perderá soberanía allí. ¿Resulta tan difícil y dramático defender los valores de mi país, en una parte de mi país, aunque el resto no vote, en una consulta? Hecha y ganada, fin de la historia y, si se pierde, hablamos de la cuenta. Pero mientras se toca el tambor de la secesión y se responde con el fervor de la unidad, lo importante se deja atrás.

España no es uniforme. Me gusta esa diversidad que supera "la invención de Castilla", que escribió Ortega. La unidad real no debería invocar solo el artículo dos, requiere contraponer valores comunes a bravuconadas aventureras. La amenaza permanente de bomba me hace pensar que no hay mecha. A lo mejor, el tema pasa por querer igual una Cataluña española como una España catalana. Y defenderlo sin complejos votando allí para ganar. Como en Québec, como en Scotland.

De perder el sentido común, Diego, tengo un plan: La Caleta independiente. Ya hablamos.

* Abogado