Siempre recomendé a mis alumnos la lectura del libro de Juan Díaz del Moral, Historia de las agitaciones campesinas andaluzas, a veces citado en estas colaboraciones, que estudia los movimientos sociales en la provincia de Córdoba, en particular durante los años 1918-20, que el autor bautizó como «trienio bolchevista» (no bolchevique). También se ocupa de etapas anteriores, y al tratar de los conflictos entre 1900 y 1909, al referirse a la propaganda anarquista escribe: «Hay un libro que obtuvo en la provincia, como en casi toda España, singular fortuna: La conquista del pan, por Kropotkin. No hay obrero consciente, aun entre los socialistas, que no lo conozca». Más adelante habla también del frustrado viaje de su autor a España, en viaje de propaganda por Cataluña y Valencia, así como que para acompañarlo se había designado a un significado anarquista andaluz, José Sánchez Rosa.

En el ejemplar que poseo del libro de Piotr Kropotkin (1842-1921), en una edición de Júcar de 1977, la nota editorial afirma que el autor no describe un paraíso utópico, ni una sociedad perfecta, sino que expone problemas concretos de la sociedad de su tiempo y propone soluciones. El por qué del título de su obra lo encontramos en esta frase: «Somos ‘utopistas’, es cosa sabida. En efecto, tan utopistas, que llevamos nuestra utopía hasta creer que la revolución debe y puede garantizar a todos el alojamiento, el vestido y el pan. Es preciso asegurar el pan al pueblo sublevado, es menester que la cuestión del pan preceda a todas. Si se resuelve, en interés del pueblo, la revolución irá por buen camino». Tiene un capítulo dedicado al «comunismo anarquista», y no faltan referencias a experiencias históricas como la Comuna de París (1871), ni a diferentes temas vinculados con el mundo del trabajo y de la producción. La profundidad del contenido en algunas partes siempre me ha hecho pensar en cómo pudo tener tanto éxito entre una población mayoritariamente analfabeta como la andaluza de comienzos del siglo XX. Nacido en una familia aristocrática, estuvo en el ejército zarista, pero sus contactos con el movimiento internacionalista y con la corriente nihilista lo llevaron a presidio; huyó e inició un largo exilio por varios países europeos, y no regresó a Rusia hasta 1917. Quizás porque pensaría, en un primer momento, que por fin había llegado esa revolución que preconizaba al final de sus Memorias de un revolucionario (1899), cuando esperaba que algún día tuviera lugar un estallido similar al de 1848, pero que condujera a «una profunda y rápida reconstrucción social».

Aunque nos ha quedado la imagen del anarquista revolucionario, Kropotkin fue también un geógrafo y un científico. Estos días he leído un libro sobre su última etapa: El otoño de Kropotkin. Entre guerras y revoluciones (1905-1921), de Jordi Maíz Chacón (en LaMalatesta editorial, 2018), un libro que nos permite conocer bien cuál fue su actitud ante la Primera Guerra Mundial o su papel tras la vuelta a Rusia, y en sentido me parece fundamental el capítulo dedicado al encuentro entre el pensador anarquista y Lenin en 1919. Pronto, Kropotkin establecerá distancias con los nuevos dirigentes soviéticos: «En el momento presente, la Revolución rusa está en la siguiente posición. Está perpetrando horrores. Está arruinando el país». Los últimos años de su vida fueron duros, en Dmítrov, cerca de Moscú. El último acto público con presencia de anarquistas en la Rusia soviética fue su entierro. Sobre el mismo, el libro recoge una cita de Víctor Serge, parte de la cual dice así: «Un largo cortejo, rodeado de estudiantes que hacían cadena dándose la mano, se puso en marcha hacia el cementerio de Novo-Dievichii, entre el canto de los coros detrás de las banderas negras cuyas inscripciones denunciaban la tiranía».

* Historiador