Fueron aquellos unos años considerados negros por estos aires liberales aunque, quizás y arriba, porque llegan a flotar, en el raro desequilibrio de podredumbres. Ahora nos llegan a la boca. La honorabilidad, necesidad ejemplar para los pueblos, ha quedado en desuso y cualquiera puede alzar su voz aunque, en la mayoría de los casos, no suelte otras cosas que estupideces y mentiras.

Los dos "amigos" se veían en el bar, como si fueran padre e hijo por sus edades y actitudes. Y es ese "amigos", que dejo entre comillas, por no molestar en su modestia a Cantabrana. Era un muchacho por los años setenta, aunque curtido por la ansiedad y ese grato dolor permanente que provoca la búsqueda. Estudios reglados, ambientes distantes, casi siempre bohemios; capacidad y sueños: un pecho anhelante y una cabeza abierta, como a veces la boca, ante aquel hombre viejo que tenía conquistado un nombre para verse en el mundo y un estilo para tener su propia luz y perpetuarla en los libros de arte.

Oskar Kokoschka (1886-1880), había nacido en Pochlarn (Austria) y, además de pintor expresionista, fue dramaturgo y poeta. Una persona libre, de aspecto algo tosco, con su propia luz por una u otra razón, que nos hace volver la cara. Freud, Hitler, el músico Malher... y la que fuera viuda de este último, Alma Malher, varios años mayor que Kokoschka, a la que el gran pintor amó con una pasión tormentosa.

Juan Cantabrana, nuestro pintor, visitaba a diario, en Madrid, la exposición del veterano y ya consagrado artista, en la sala de la Fundación Juan March. Se detenía de manera especial frente al retrato sedente de la escritora Aghata Crhisti hasta llamar la atención del autor. "¿Le gusta su literatura?" Fue su pregunta. Aquello cogió a Cantabrana en plena reflexión, impregnado o inmerso en los insólitos hilos del éxtasis. Y fue su amigo, el cacereño Ricardo Pecharromán, colega y compañero de la Nueva Figuración Española, el que pudo responder al genio. "¿Literatura? Este no piensa más que en pintar. No tienen otra cosa en la cabeza". Y aquel hombre, que había recorrido el mundo, que había impresionado con su talento y expresión, los invitó a café en el bar más cercano a la sala de exposiciones. Difícil remover a sus años el asiento de las ilusiones; menos aún o nada, la ambición o la vanidad. Pero, sin duda, se vio a sí mismo por Juan Cantabrana, en sus años pletóricos de búsqueda, en aquella etapa sin miedos ni respetos, con el pecho rajado para la entrada de la vida, de la luz de la verdad y hasta del propio Dios, que, sin buscarlo, pudiera andar por cualquier parte.

Aquello fue todo un cursillo entre los jóvenes hambrientos de saber y éxito, escasos y sobrados de cosas y pasión, y aquel improvisado profesor, que removía los óleos, ablandando en la paleta de su propia alma, que veía la olvidada luz de la esperanza en los ojos y la verdad de Cantabrana. Era el pago, inmaterial y trascendente, en aquel intercambio ocasional.

El propio pintor cordobés, con aquella pléyade de artistas buscadores de la Nueva Figuración Española, llenó sus alforjas de palabras y gestos, de olores y colores, de posibilidades diferentes. Oskar Kokoschka removió su ánimo añoso con la vitalidad de aquellas inquietudes. Juan Cantabrana se empapó de expresiones y llenó sus bolsillos de esa materia peculiar con que llena sus cuadros y crea sus luces; de aquel aire plagado de deseos, en Madrid; del aliento generoso del gran genio austriaco. Fue un curso enriquecedor para todos porque todos ganaron algo. Yo me dediqué a observar, a soñar, a perder mi tiempo, como si el destino pudiera cambiarse. Eso sí: me traje, porque viví el ambiente, la posibilidad de contarlo.

* Profesor