Tengo una amiga que se niega a leer libros en dispositivos electrónicos. Me explica que el daño del resplandor de la pantalla de un iPad en sus ojos o la pobreza del tacto del plástico de un eBook en sus dedos no le compensa de la ventaja de cargar con miles de libros en un aparato que pesa unos pocos gramos. Otro amigo, por el contrario, huye de los libros de papel como alma que lleva el diablo porque santifica lo digital como buen creyente 2.0. Argumenta que el papel está tan obsoleto como la arcilla o el papiro.

Mis dos amigos simbolizan dos extremos respecto a la nueva y la vieja tecnología, en el fondo idénticos: la confusión entre lo complementario y lo sustitutivo, lo secundario frente a lo original, el valor de los materiales nobles frente a los desechables, el fondo y la forma, lo cortés de lo analógico frente a lo valiente de lo digital.

Mis alumnos andan ahora enfrascados en la lectura del Banquete de Platón en la estupenda edición que Gredos y RBA han publicado en una tirada para quioscos que, sin embargo, tiene la consistencia y el acabado de unos volúmenes encuadernados en tapa dura estampada en oro y una cinta dorada para marcar el punto de lectura. El que aprecia el tacto de un papel de calidad y la grafía en relieve de la tinta sin duda que se hará con un libro como este a pesar de que ya tenga otras ediciones en papel o digitales. Una alumna se ha molestado en pesarlo: 1 kilo y trescientos cincuenta gramos para un tomo en el que cabe desde la Apología de Sócrates hasta el Fedón pasando por el Gorgias (mi favorito) y otros quince diálogos. Algunos de mis alumnos sospechan que el hecho de haber tenido que comprar una edición tan pesada corresponde más bien al apenas disimulado sadismo de su profesor que a las razones que les expuse:

Platón, como Kafka, el Quijote o La conjura de los necios , son lecturas de digestión sosegada. Su densidad conceptual y su filigrana literaria exigen una tranquilidad de espíritu y una concentración mental que se aviene mejor con el roce de los dedos pasando las páginas y el rasgueo del lápiz subrayando y anotando en los márgenes del papel que con la premura y el picoteo que es consustancial a la lectura en los dispositivos electrónicos, abiertos a mil interferencias y a un sinfín de tentaciones que distraen y conducen de enlace en enlace a un hipertexto tan infinito como indefinido. O, por decirlo con una metáfora, es la diferencia que puede haber entre un traje a medida confeccionado en Saville Road y una camiseta de Zara. Que no son incompatibles salvo para los snobs y los cazurros.

Lo que no es óbice para que sea útil una copia digital que transportar en un viaje aéreo a la otra parte del mundo o de seguridad por si se pierde el original en tres dimensiones. Tanto los fanáticos de lo digital como los fundamentalistas del papel se parecen a esos seguidores de la dietas alimenticias más disparatadas que cuando no están devorando todo el día pomelos, se hinchan de proteínas o bien siguen las recomendaciones absurdas aunque pretendidamente prodigiosas del último gurú francés o asiático. Enfrascados en sus fetichismos tecnológicos respectivos se dejan llevar por unos prejuicios tan simplistas como perjudiciales para lo que realmente importa: disfrutar de la cultura en sus distintas manifestaciones con la apertura mental y la riqueza sensorial que nos puede hacer disfrutar tanto de una tortilla de patatas elaborada tradicionalmente como en la versión deconstruida de Ferrán Adrià.

Hay un peligro cierto --como advirtiera en su día Theodor W. Adorno y hoy en día actualizan Nicholas Carr o Jaron Lanier-- de que la ola cibernética con la promesa de hacer una tecnología más humana llegue a robotizarnos a las personas, convirtiéndonos en unas especies de cyborgs pegados al último gadget tecnológico que se le ocurra a los de Cupertino. Estamos viviendo una carrera tan alocada como estúpida por la pantalla más grande, con más pixeles y con más velocidad de descarga, olvidando que es la tecnología la que tiene que estar al servicio de nuestro enriquecimiento espiritual y cultural en lugar de ser nosotros los que nos abalanzamos como moscas consumistas sobre la última novedad masivamente bombardeada sobre nuestras cuentas corrientes por los medios de comunicación que no por casualidad se denominan "de masas". Se empieza por llamar "inteligentes" a los móviles (smartphones ) y se termina utilizando una calculadora para sumar dos más dos o pensando que la respuesta a todas las preguntas se encuentra antes en Google que en nuestras propias mentes.

Me comenta otro amigo, en su caso editor, que las ventas de los libros digitales están creciendo exponencialmente pero que, al mismo tiempo, se multiplican las ediciones de lujo de los libros clásicos y están al alza los libros en papel para los niños que, con buen sentido, prefieren las tabletas para jugar y los libros en papel para leer. Mientras escribo este artículo en mi MacBook Air (que sólo pesa 1,35 kg a pesar de que en sus entrañas tengo las obras completas de Aristóteles, Kant, Nietzsche y Rawls), levanto medio kilo de Platón para leer en una de sus páginas: "El que posee la ciencia de las cosas justas, bellas y buenas... no se tomará en serio el escribirlas en agua, negra por cierto". Así que hago caso al maestro, y por la humilde parte que me toca, cierro el teclado en este justo instante.

* Profesor