La expulsión cautelar de 22 estudiantes alojados en el colegio mayor de la Asunción y en la residencia Lucano, por incumplir las normas de la Universidad de Córdoba frente a el covid-19, vuelve a poner el foco sobre el sector de la población que se ha revelado más díscolo ante las medidas sanitarias para frenar la pandemia. Desde que arrasó esta «nueva normalidad» que nos tiene en constante vigilancia preventiva, son los más jóvenes -aparte de grupúsculos negacionistas que tanto a esto como a todo dirán siempre que no- quienes peor se han tomado la disciplina, penosa pero imprescindible para paliar la tragedia instalada aún de lleno entre nosotros por más que algunos la quieran obviar. Así que no es raro verlos pasearse por la calle sin mascarillas o con estas bajadas y pegados unos a otros o dándose cariñosos achuchones, como frecuentes son las noticias de fiestas multitudinarias y botellones disueltos por la policía.

Y no es que me agrade contemplarlos de esa guisa; más bien me llevan los demonios cuando me cruzo con semejantes escenas y me dan ganas de convertirme en una de esas viejas chillonas que en los tebeos la emprenden a paraguazos contra todo bicho viviente. Tampoco es que justifique ni mucho menos las reuniones con (mucha) bebida y a nariz y boca destapadas que se han dado en los colegios mayores, ni que critique los expedientes abiertos a los alumnos revoltosos. Pero habría que preguntarse las razones de esa dejadez colectiva; por qué, como en los felices años veinte del siglo pasado, jóvenes y no tanto se entregan a una alegría imprudente sin pensar en las consecuencias. La respuesta, como entonces, quizá esté en las ganas de aparcar los problemas, en el olvido pasajero que proporciona toda ración de inconsciencia.

Es la tentación que tenemos los humanos ante situaciones insatisfactorias y futuros inciertos. Y de eso sabe mucho por desgracia la juventud española. Mientras los treintañeros sufren aún las secuelas de la crisis financiera de 2008, la pandemia ha dado un nuevo zarpazo del que tardarán en sanarse las heridas. Si los jóvenes ya tenían problemas de paro y de acceso a la vivienda, lo que los obligaba a depender de la familia a una edad en que sus padres ya estaban casados y con ellos en el mundo, el maldito virus los señala como la primera generación en mucho tiempo que vivirá peor que sus progenitores. En junio la Organización Internacional del Trabajo (OIT) alertaba de que la alarmante pérdida de empleo juvenil, inestable en su mayor parte, y el hecho de que algunos se hayan visto obligados a aparcar sus estudios dibuja un panorama que podría alentar una «generación del confinamiento», una especie de nueva «generación perdida» que acabaría convirtiéndose en un problema estructural, si no lo es ya. Ahora el Instituto de la Juventud (Injuve) y el Consejo de la Juventud de España (CJE) han presentado un estudio -Juventud en riesgo lo titulan- en el que advierten de que este grupo poblacional «experimentará con especial intensidad la probable merma en la actividad y de la crisis de empleabilidad que ya se observan a escala general». O sea, que lo tienen crudo entre un mercado laboral hostil -los contrata en precario en épocas de bonanza y los echa a bajo coste en cuanto vienen mal dadas- y una sociedad falta de alicientes. No es de extrañar que un alto porcentaje de ellos acaben ante el psicólogo. Y que luego, a la salida, se junten a mascarilla quitada y vaso en mano para olvidar. H