Los atentados de Barcelona y Cambrils de la pasada semana, y por extensión todos aquellos que han venido en estos últimos años en Occidente sembrando de horror a las sociedades y sus habitantes, en nombre de la interpretación de unos cuantos de la religión, tienen un denominador común: la juventud de aquellos que ejecutan las órdenes del terror. En el caso que ha asolado a España en la comunidad catalana recientemente, la juventud de los que han perpetrado la masacre es obscenamente corta. Veinteañeros y hasta algunos menores de edad.

La gran mayoría de estos jóvenes son personas nacidas en los países sobre los que atentan. Tienen hermanos, hermanas, padres, madres… y quizá hasta abuelos que un día vinieron buscando una vida mejor para ellos, los suyos y sus descendientes en unos países donde los derechos fundamentales conforman la ley. Cuando uno de estos descendientes joven un día decide radicalizarse en nombre de lo que otro dice que es su religión y mata indiscriminadamente a sus paisanos, está traicionado entre otras muchas cosas a aquel o aquellos que un día decidieron emigrar a otro país que los acogió y en donde, con su esfuerzo, actitud y trabajo se ganaron el respeto de sus conciudadanos adoptivos. Y ya no sólo traicionan a estos deudos o familiares, sino a la religión que éstos, en el caso de que la tuvieran o practicaran activamente, pues dicen matar en nombre de esa misma religión.

Debe de ser también horroroso para alguien que practica la religión musulmana y encima tiene en su árbol genealógico a un familiar que un día decidió emigrar, contemplar cómo no sólo subvierten el sentido de su propia religión, sino que el precio es la muerte de sus propios descendientes jóvenes. Con este panorama, no estamos ante una guerra de religiones ni de culturas. No hay nada nuevo bajo el sol. Esto es sencillamente lo de siempre: manipular a los jóvenes. Una vez hecho esto, también para el mal la juventud es un divino tesoro.

* Mediador y coach