Si algo tengo claro tras años de aprendizaje es que el feminismo es una propuesta crítica y transformadora del orden establecido, es decir, de las estructuras de poder patriarcales y de la cultura machista que las nutren. Las vindicaciones feministas encierran pues una lógica revolucionaria, de desmantelamiento de unas reglas del juego hechas a imagen y semejanza de los hombres, de contestación frente a unos pactos viriles que hoy por hoy continúan dominando la escena. Y todo ello, por si alguien a estas alturas todavía tenía dudas, acompañado de alternativas, de caminos por los que transitar hacia un nuevo sentido de la justicia, de palabras con las que armar un nuevo lenguaje, de herramientas con las que poner las bases de un nuevo contrato social.

El gran salto, no solo cuantitativo sino también cualitativo, que el feminismo ha experimentado en el curso que ahora termina ha sido justamente que esa ola emancipadora ha invadido las calles, se ha hecho central en el debate público y, lo que resulta más ilusionante, ha conseguido seducir a mujeres cada vez más jóvenes e incluso a algunos hombres que han empezado a perderle el miedo a las gafas violetas. Y tengo la sensación de que esta gozosa revolución ha llegado para quedarse. Así lo demuestra la inmediata reacción que el pasado jueves provocó la decisión judicial que ha puesto a los cincos machitos de la Manada en la calle de manera provisional. Nunca antes habíamos asistido a una reacción tan masiva y espontánea, tan horizontal y tan enredada, como la que ha provocado un caso que nos coloca frente a las mayores miserias del machismo. No seré yo quien discuta que en un Estado de Derecho las sentencias deben acatarse, ni que las garantías del sistema deban aplicarse a todos por igual, pero sí que reivindicaré hoy y siempre la voz de la ciudadanía para poner en cuestión las decisiones que dejan al descubierto al monstruo que sigue habitando en nuestras sociedades. El que, por más togas con las que se disfrace, o por más imperio de la ley con que se revista, e incluso con independencia del sexo que tenga entre las piernas, continúa reproduciendo esos que Celia Amorós llama «pactos juramentados» entre varones.

Decisiones como las del caso de ‘La Manada’, que a todos nos han escandalizado y alarmado, vienen a corroborar cómo el Derecho, y por supuesto la Justicia que se administra en virtud de sus normas, ha sido y continúa siendo uno de los instrumentos esenciales que el patriarcado usa para mantener en los púlpitos a quienes siempre tuvimos el privilegio del verbo. El Derecho es una de esas esferas de poder que más se resiste a ser penetrado por las armas deconstructivas del feminismo y, por lo tanto, uno de los mayores obstáculos todavía para que alcancemos la igualdad real y efectiva. Y cuando hablo del Derecho no me refiero solo a lo que dicen las leyes, sino también, y sobre todo, a cómo se interpretan y a cómo se las dota de sentido por quienes las aplican.

Es por tanto una tarea urgente desmantelar una justicia patriarcal que continúa provocando indefensión para las víctimas, inseguridad para quienes son potenciales sufridoras del sistema sexo/género y alarma para una sociedad en la que ya afortunadamente empiezan a marcarse líneas rojas frente a lo que durante siglos se entendió como el orden natural de las cosas. Unos tribunales que no hayan entendido este momento evolutivo de la historia no están en condiciones de administrar la justicia que requiere una sociedad de iguales. Unos jueces y unas juezas que continúan pensando que el género es una ideología en lugar de un instrumento esencial en su labor de tutela de los derechos no deberían dictar sentencias. Porque un sistema judicial que no ampara de manera efectiva a la mitad de la ciudadanía no es digno de la sociedad democrática a la que se supone sirve y fundamenta.

* Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba