Ya lo decía Paracelso en el Bajo Medievo: la dosis hace al veneno. Y tanto así le ocurre a la sal como a la melancolía, pequeñas dosis que lucraban a las caravanas del desierto, o raciones de lo vivido que a grandes tragos llevarían a morir de nostalgia. Digamos que el mundo está bien hecho y que al símil manriquiano del delta de un río como final de la vida, se contrapone la pirámide invertida en la preocupación por la captación de los recuerdos. Un recién nacido suele acaparar más minutaje de grabaciones y fotografías que el resto de nuestra existencia. Luego, esa densidad emocional va disminuyendo, quizá para tonificarnos en esa otra soledad que acompaña al ser humano. Lo veo en mis hijos, que junto a sus estudios de Bachillerato, han ido creciendo con la guitarra, auditorios repletos de párvulos y meritorios acordes que a medida que avanzan los cursos se van despoblando de público, aunque progrese la calidad y la dificultad de la pieza.

En el pasado curso tocaron Julia Florida, una bellísima barcarola de Agustín Barrios. La inspiración de esa delicadísima obra pudo partir de una alumna de este compositor paraguayo, cual si fuese un Lewis Carroll guaraní. Julia Florida te arrastra a un patio andaluz o colonial, a las mecedoras de la sobremesa que mulleron los infinitos blancos de Sorolla; a las azaleas y a todo el cromatismo de macetas que se intercambian en ese duermevela donde juegan los requiebros de los primeros amores y se suspira por el reconocimiento de la propia muerte. Inconscientemente, mis pensamientos han musicalizado esta pieza de guitarra tras el fallecimiento de Mercedes Zapatero. Desconozco los gustos musicales de la eminente pediatra que durante tantos años ejerció tan docto magisterio en las unidades de Neonatos del Reina Sofía y la Cruz Roja. Pero en el rasgueo de las seis cuerdas hay una cítara de vida, las mismas menudas manos de prematuros que ella por primera exploró en el paritorio; la que enseñó la letra pequeña de tan bello oficio a generaciones de pediatras entre los que se encuentra mi mujer. La doctora Zapatero ha sido una de las grandes figuras que protagonizó esa otra Transición, la de la Sanidad cordobesa que hizo del Reina Sofía un referente entre los centros hospitalarios nacionales. Los pediatras juegan con el albur de los primeros soplos de vida, los que han sorteado desterrar sietemesino como un vocablo que inspiraba rogatorias para alejar el limbo de las tinieblas. No hay una cesura entre la pujanza inconclusa de la Noreña, y aquel complejo hospitalario inaugurado por unos Reyes jóvenes. Fue un plantel de grandes profesionales de la sanidad que entendieron que Córdoba era un buen lugar para curar, cuando las acequias eran los qanawat de los árabes, y médicos como Averroes y Avicena enseñaron a ser sanadores del alma. De la turbulencia de los setenta emergió la sanidad nacional como consenso en este Estado acomplejadamente vertebrado. Mercedes Zapatero representa a ese estrato de médicos arraigados al tuétano de la ciudad, una sibila que ha guiado los balbuceantes primero hálitos de tantísimos cordobeses. Escucho Julia Florida con las justísimas dosis de Paracelso: la que modela la vida con dolor y sufrimiento, pero también incrusta postreramente la alegría de quien ayuda a su continuidad.

* Abogado