La figura de Julia Domna está de moda, no solo en España. A la aclamada novela de Santiago Posteguillo se ha venido ahora a sumar una biografía de F. Ghedini, con el subtítulo «Una siriaca ai trono dei Cesari», que es un deleite para los sentidos, de principio a fin; de ahí que Almuzara se haya animado a publicar una versión en español, en la que trabajamos actualmente. Julia Domna nació en torno al año 170 d.C. en Emesa, una ciudad floreciente a orillas del río Orontes, que ocupaba una posición estratégica en las rutas caravaneras. Fue la segunda hija de Julio Bassiano, un sirio de ascendencia real, Gran Sacerdote del famoso templo emetano al dios Sol -su madre ha permanecido en el anonimato histórico-, y creció en medio del lujo y el misticismo, muy apegada a su hermana mayor Mesa, que casaría con Gaio Julio Avito Alessiano, matrimonio del que nacerían Soemia y Mamea, madres ambas de futuros emperadores. A Julia le había pronosticado un horóscopo que sería desposada por un rey, y este detalle no pasó desapercibido al brillante militar de origen africano -nació en Leptis Magna- y reciente senador Septimio Severo, quien, a pesar de contar veinticinco años más que ella, apenas viudo de Paccia Marciana se acordó de la adolescente que un día conoció en Siria siendo huésped de su padre, y la pidió en matrimonio por ver si podía forzar la historia. La boda tendría lugar en Lugdunum (actual Lyon; Severo era por entonces gobernador de la Galia) en el verano del año 185, y solo cuatro años después habían nacido ya sus dos hijos, Septimio Bassiano, y Septimio Geta.

Tras el asesinato del emperador Commodo en el año 192, Roma entró en una de sus típicas crisis sucesorias en la que fueron aclamados a la vez varios emperadores, entre los cuales Septimio Severo, que poco a poco y sin que le temblara el pulso se iría deshaciendo de sus oponentes hasta conseguir afianzarse como mandatario único tras declararse unilateral y estratégicamente hijo adoptivo de Marco Aurelio (fallecido en 180), lo que le indujo a cambiar el nombre de su primogénito por el de Marco Aurelio Antonino (futuro Caracalla). Hubo en cualquier caso de ganárselo en el campo de batalla, de un lado a otro del Imperio como si no existieran las distancias, y durante todo ese tiempo Julia Domna y sus hijos estuvieron con él, lo que le valdría el sobrenombre de Mater castrorum (de los ejércitos), solo ostentado antes por Faustina Minor y quizás Crispina, esposas respectivamente de Marco Aurelio y Cómodo, y más tarde el de Mater Augusti et Cesaris, cuando en 197 Severo se impuso por fin y sin piedad al último de sus rivales por la púrpura, Clodio Albino, y fijó de nuevo la línea sucesoria con carácter dinástico, de sangre. Fue así como en el año 193, con poco más de veinte años, Julia Domna pasó a ser emperatriz de Roma, la más alta dignidad con la que se habría atrevido nunca a soñar. Como contrapartida, desde muy pronto hubo de lidiar a brazo partido con las intrigas palaciegas y la animadversión de un hombre: Gaio Fulvio Plauziano, Prefecto del Pretorio, paisano e íntimo de su marido, al que consiguió distanciar de ella haciendo que se tambalearan su matrimonio y su bien cuidada imagen de matrona, devota, culta y garante de la sucesión y la fidelidad del ejército.

En el año 202, tras un largo periplo por Oriente que, además de servirles para consolidar su poder y su imagen, les llevó a conocer algunos de los lugares más emblemáticos de la Antigüedad como la tumba de Alejandro Magno, con largas estancias en Alejandría o Antioquia, donde ambos debieron ver bastante satisfechos sus ansias de cultura y su interés por el ascetismo y la magia, la familia real volvió a Roma. Allí fueron recibidos en medio del júbilo popular, correspondido a su vez con dádivas sin precedentes a la plebe, espectáculos fastuosos y ceremonias religiosas de enorme boato. Se cumplían 10 años de su acceso al poder (’decennalia’), pero Septimio Severo hubo de renunciar al triunfo otorgado por el Senado porque un problema de gota le habría impedido permanecer de pie encabezando el habitual cortejo hasta el templo de Júpiter Capitolino. Para compensarlo, le fue concedido un arco de triunfo en el Foro romano, espacio sagrado en el que nadie (con excepción de Domiciano) se había atrevido a nada igual desde los tiempos de Augusto, un honor de verdad extraordinario. En todos estos festejos es posible que la emperatriz, en línea con su condición femenina, ocupara un lugar secundario, pero algunos indicios permiten suponer su participación en los desfiles ataviada como Victoria en su calidad de Madre de los ejércitos, que volvían triunfadores de Oriente. Poco después, el Emperador, cual ‘restitutor urbis’ a imitación de Augusto, emprendió una intensa renovación urbanística y edilicia de la ciudad que le devolvería el esplendor de antaño; algo a lo que no permaneció ajena Julia. Se iniciaba así la dinastía de los Severos, vital para Hispania y su proceso de romanización.

* Catedrático de Arqueología de la UCO