Me gusta jugar con el límite, aunque a veces me salga mal. Una vez pillé una hipotermia por pararme a hacer una foto a unas nubes bajando el puerto de Honduras. Una foto que no me hacía falta y que ni siquiera era bonita, pero que me tuvo tiritando durante horas en Hervás. Otra vez intentamos subir a Sierra Nevada en noviembre, pese a que todo el mundo nos decía que era imposible. Dos hipotermias y tres caídas.

Son las ocho de la tarde. Me apetece salir con la bici, pero sé que se hará de noche pronto y que como mucho me dará tiempo de hacer una sola subida a la sierra. Me encuentro a muchos ciclistas que bajan, la mayoría llevan luces. Sería coherente descender ya, pero sigo hacia las Ermitas. Sigo aún sabiendo que me caerá la noche, que no llevo ni una ridícula luz y que cuando me cruce con un coche no me va a ver. Por algún extraño e incomprensible motivo, sigo. Bajando Trassierra, completamente a oscuras, con la linterna del móvil apoyada en el manillar, me reprocho no saber parar a tiempo. Al llegar a casa siento euforia.

En estas semanas que nos obligaban a parar a las diez de la mañana, también apuraba. Conforme se acercaba la hora, examinaba la carretera y calculaba hasta dónde podía llegar antes de darme la vuelta; no quería pasarme, pero tampoco que me sobrara nada. Era un ejercicio matemático y de piernas. Venga, hasta el kilómetro siete me da tiempo. Luego, por las calles de la ciudad, apretaba el pedaleo con ansia y nerviosismo, temiendo que si sobrepasaba un minuto el límite, me sucediera algo terrible, una multa o un maleficio. Es absurdo, porque a nadie le importa si llego a casa a las 9:59 o a las 10:03, pero ahí me creía el centro del mundo. Quizá necesite convertir cada acto de mi vida en un reto.

Hoy tenemos plena libertad, ya no hay límites de horario. No me extrañaría que empezara a salir menos.