Escribo estas líneas en la casa de Omar Sharif. En una mansión imponente que fue suya solo durante unas horas. «Vaya cabezas», dice una jubilada con el pelo lila que toma una cerveza a mi lado. No se me adelante, señora, que me destroza esta columna.

Sharif estaba rodando La isla misteriosa en Lanzarote cuando se encaprichó de esta mansión incrustada en el corazón de una cantera de rofe y piedra volcánica. Desde esta fortaleza ideada por el genio César Manrique, las palmeras cabecean por el continuo azote de los alisios y las lejanas casitas blancas parecen terrones de azúcar que se le cayeran en la arena a algún niño gigante.

El actor Zhivago, con la determinación megalómana del Capitán Nemo, que estaba interpretando esos días, decidió comprarla. Horas después, el promotor inmobiliario lo retaba a una partida al bridge. Era conocida la desmedida afición por los naipes de la estrella de Hollywood, que había llegado a perder hasta 150 millones de pesetas en una baza. En una timba regada por copazos de coñac, se le calentó la boca en la última apuesta. Lo que no sabía Sharif es que su rival era peligroso no solo por ser promotor inmobiliario, sino porque también había sido poco antes campeón europeo de bridge. «Me juego la casa», dijo Sharif esa tarde de 1973. La perdió, claro. Desde entonces, la casa llevó su nombre. También ahora, convertida, juego de palabras dudoso, en Museo Lagomar (Lago, o laguna, y Omar) desde donde tecleo. Esto es parecido a entrar en un bar borrachísimo, orinar por fuera de la taza, vomitar en la alfombra, que te deje allí tu novia, perder los pantalones en el almacén y que, más adelante, ese bar lleve tu nombre y que en sus paredes cuelguen fotos con tu cara.

Sharif pudo no haber aceptado pero no hay moraleja en este texto. Mi padrino me explicó un día cómo un conocido suyo, indiano, de los gallegos que habían hecho fortuna en Cuba, un día salvó su vida gracias a una decisión beoda. Andaba por ahí de vinos y, al sexto decidió comprar unas casas de la costa de Burela que se veían desde la tasca. Al día siguiente el vendedor lo fue a buscar para escriturar todo. El indiano, resacoso, ni se acordaba. ¿Qué casas? Pero el caso es que una semana después Fidel Castro tomó el poder y él perdió toda su fortuna, así que esa compra semi inconsciente le salvó la vida.

Estoy a punto de explicarle esto a la jubilada del pelo lila, que a la salida de la casa de Omar, dice, no sin razón: «Vaya cabezas, ¡vaya cabecitas de ajo!». Y que luego resume todo: «Esto va de uno que tiene todo y lo pierde todo». Solo que quien tiene todo jamás lo pierde todo, del mismo modo que el que no tiene nada, no tiene nada que perder.

* Escritor