Otro año nuevo y la misma vieja historia. Cada vez tengo menos paciencia con ellos. En mi deformación por comprender la realidad, he intentado hacerme una idea de la complejidad y la inestabilidad de su trabajo. Pero cada día me decepcionan antes. Y eso que la mayoría serán unas bellísimas personas tomados de uno en uno cada cual en su casa o en el trabajo. Pero es subirse ahí, sobre los hombros del pueblo, y creerse parte de un juego o un espectáculo que parece tener vida propia y sentido en sí mismo. Qué fácil desconectan de la realidad y de la ciudadanía. Qué rápido se creen que pueden paralizarlo todo, y dejar que todo se pudra y degenere si las cosas no se hacen como a ellos se les antoja. Y eso con el solo argumento de que cuentan con el mandato de un puñado de votos, ya sean cuatrocientos mil o dos millones. ¿Tan difícil es entender que el mandato del pueblo no puede dividirse, que se da todo a la vez? ¿Tan duro resulta aceptar que el verdadero mandato del pueblo a sus políticos no es el derrotar al otro, sino que se alcancen acuerdos que representen e integren a una mayoría lo más amplia posible? Eso está por encima de las ideologías y más allá de las líneas rojas que a cada cual se le antoje trazar. Las líneas rojas están en nuestra constitución. Y también las constituciones pueden cambiarse con un consenso suficiente.

Llevamos años desgobernados, más aún desde que Mariano Rajoy cediera la mayoría absoluta y por el camino Pedro Sánchez perdiera dos elecciones seguidas y bajando, cada vez con más partidos y con más dificultades para sostener un gobierno coherente y estable, al arbitrio de minorías sobrerrepresentadas, arrojado el interés general del país y de la mayoría de sus ciudadanos a los pies de los caballos de nacionalismos y corporativismos vergonzantes. Nuestros políticos no hacen más que demostrar, ya hasta la saciedad y el hartazgo, que son incapaces no digo que de encontrar sino siquiera de buscar acuerdos amplios, transversales. Y me niego a aceptar que la sociedad está tan polarizada y tan sorda como para creer imposible que se alcancen acuerdos básicos sobre cómo queremos construir y conducir este país.

No puede ser que con cada cambio de color del gobierno de turno el país dé un bandazo en una dirección diferente, que se tiren a la basura miles de horas de trabajo y miles de millones de euros, sobre todo en situaciones críticas como las que hemos vivido y seguimos padeciendo, situaciones en las que debería salirnos del alma a los ciudadanos y a los políticos que hay que trabajar todos juntos para salir adelante. En países como Alemania o Francia, partidos de signos muy diversos han sido capaces de sostener gobiernos multicolores con el objetivo de trabajar por el bien general. Aquí, el partido del gobierno no duda en aceptar el chantaje de unos pocos para sostener sus ideales y de paso la poltrona, mientras la oposición espera su turno.

¿Por qué cuesta tanto que dimita un político? Si ese ingrato trabajo debería que-marles en las manos, si debieran estar luchando contra su conciencia para mantenerse ahí. Si debieran pensar que su sacrificio, el sacrificio de su escaño o de su despacho, es lo menos que podrían ofrecer por mor de facilitar que se alcance un objetivo común. Si no eres capaz de aunar voluntades y buscar, facilitar y lograr acuerdos que integren, entonces no sirves para la política. Deberías irte y no esperar a la vergüenza de que te echen de tu asiento con aceite hirviendo.

Está claro que el sistema debe cambiar. No podemos dejar a la voluntad de unos pocos políticos algo tan importante como la estabilidad de un país. Las reglas debieran evitar las barbaridades que estamos viendo y que nos están volviendo ingobernables. Nuestro sistema debería ser más robusto y hacer casi inevitable un gobierno estable. Y nuestra cultura democrática y nuestro civismo, junto con unos ineludibles mecanismos de control, debieran hacer casi impensable que uno quiera aprovechar su dominio para aplastar a las minorías. El desgobierno es sin lugar a dudas el peor de los gobiernos.

* Profesor de la UCO