Los niños entraban y salían del bar persiguiéndose, se detenían junto al padre un momento, pedían que les comprara un Frigopié o una bolsa de Ruffles. Se sentaban en la mesa un momento pero no tardaban en aburrirse: de nuevo la misma musiquita, una y otra vez. La moneda que cae, la melodía estridente mientras las frutas giraban, cada una a su aire, y el padre que las perseguía, incansable. Qué difícil era que se alinearan las tres, todas juntas, que se pusieran de acuerdo para hacer saltar la sirena ensordecedora del premio deseado, por fin, después de horas de ir introduciendo «solo una» para empezar, luego terminar el cambio que llevaba en el bolsillo, y ahora enviar a uno de los niños a cambiar el billete a la barra y tirarse así horas y horas, hasta gastarse el dinero previsto para lo que había que comprar ese día, nada que fuera urgente, pero luego el importe de la compra semanal sin poder pensar en la nevera vacía, los pañales del pequeño o la leche de farmacia. De pie, ahora apoyando el peso de una pierna, ahora en la otra, ahora ligeramente sobre la máquina, que al tacto era bien fría, ni le pasaba por la cabeza que ya se había dejado los próximos gastos extraordinarios, los libros de los niños, el grifo por arreglar. ¿Cómo iba a acordarse de esos extras si con lo que llevaba de constante búsqueda de la fortuna en las frutas endiabladas casi había dejado el alquiler del mes, el de este y el del próximo? A menudo, casi siempre, la máquina hacía honor a su nombre y le tragaba todas las perras, pero de vez en cuando saltaba el tintineo electrizante de la buena suerte y entonces las monedas llovían como oro, con un estruendo que se mezclaba con los gritos de alegría de los niños: ¡Viva, viva, somos ricos! Y al padre se le encendían los ojos por un instante breve porque enseguida volvía a pensar en perseguir el próximo golpe de fortuna.

¿En cuántos bares no se habrá repetido una y otra vez esta misma escena? La ludopatía no genera campañas públicas de prevención ni grandes alarmas sociales, de hecho se permite su publicidad, como no ocurre con el tabaco, pero es una lacra tan perjudicial como lo puedan ser el alcoholismo y la drogadicción. Y también tiene efectos colaterales.

Ahora se ve que son cada vez más jóvenes quienes se inician en el juego y terminan adictos. ¿Y nos extraña? Desde pequeños, los dejamos a solas con infinidad de maquinitas, juguetes aparentemente inofensivos que los van entrenando para un futuro en el que, móvil en mano, podrán, en la soledad de sus habitaciones, jugarse el dinero que no tienen.

La máquina tragaperras era visible, el pudor y los consejos de los que rodeaban al jugador aún podían hacerle disimular un poco la adicción pero ahora ya no necesitamos el estorbo del escrutinio público. Si incluso el carismático Carlos Sobera aparece en nuestros televisores cada noche y nos dice «juega, juega, juega».

* Escritora