El temor de una madre, con su fiebre en la piel, solo puede igualarse con el amor de un padre. De Juana Rivas y su expareja, el italiano Francesco Arcuri, conocemos la información orientada a favor de la presunta víctima, la madre, un enfoque narrativo que no siempre es ecuánime. La sentencia del juez Manuel Piñar condena a Juana Rivas a cinco años de prisión por la sustracción de sus dos hijos, seis años de inhabilitación para ejercer la patria potestad, una indemnización de 30.000 euros por el daño moral y material al padre y el pago de las costas judiciales. Pero seguimos sin conocer el tejido real de ese duro relato de dos intimidades. Puede ser que Juana Rivas, como ella afirma, estuviera defendiendo a sus hijos al retenerlos. En ese caso, quizá mal asesorada, estaba legitimada por el noble instinto de protección de una madre. Pero también podría ser que esa presunta razón de Juana Rivas, el miedo por sus hijos, no estuviera justificada, como ha considerado el juez Piñar: «Salvo el episodio de malos tratos ocurrido en 2009 --por el que Arcuri ya fue condenado a 15 meses de cárcel, por agredir a Rivas--, no se ha acreditado ningún otro posterior, ni en G., el mayor de los hijos, se han detectado desajustes sicológicos relacionados con malos tratos contra él o por haberlos presenciado hacia la persona de la madre, ni se ha apreciado que la restitución al contexto paterno suponga un grave peligro para su integridad física o síquica. La carga de la prueba correspondía a Juana Rivas, que era quien acusaba de maltrato a Arcuri. Según nuestro ordenamiento el acusado no tiene que probar su inocencia, sino quien acusa su culpabilidad. Sé que vivimos bajo un maniqueísmo ajeno a la presunción de inocencia y que los papeles se adjudican bajo dogmas de fe: la mujer siempre es la víctima. Bien, podría ser. Y esta sentencia puede recurrirse. Pero la vida y el derecho no pueden ceder ante el prejuicio y deben ocuparse de la letra pequeña del dolor.

* Escritor