Para mí Juan XXIII sigue siendo el más querido de los Papas. Hace cincuenta y cinco años que falleció y, a pesar de ello, permanece aún vivo en nuestra memoria colectiva. El próximo día 28 se cumplirá el 60 aniversario de su llegada a la sede de Pedro: ante la sorpresa del mundo católico y no católico, un anciano de 77 años era elegido en cónclave por sus iguales como el más digno sucesor del cardenal Pacelli, fallecido pocos días antes. Con anterioridad el nuevo Papa había ido subiendo peldaños en la curia y la diplomacia vaticana. Durante su magisterio Ángelo Giuseppe Roncalli (Sotto il Monte,1881-Roma,1963), escribió ocho encíclicas, siendo de ellas las más conocidas Pacem in Terris y Mater et Magistra, en las que profundiza en los derechos y deberes derivados de la dignidad del hombre como criatura de Dios. Pero si algo tuviera que destacar de él, es el hecho asombroso de que, a su edad, fuera el responsable de traer la primavera a la Iglesia cuando, ante el asombro de todos, anunciara el 25 de enero de 1959, tres meses después de su llegada al pontificado, la celebración de un concilio ecuménico; el cual, sin embargo, no se convocó oficialmente hasta 1961, y ello a pesar de que no se dieran las condiciones más propicias para su celebración.

En efecto, cuando hizo su primer anuncio, hubo cardenales que llegaron a pensar que el Papa padecía demencia senil; algunos, incluso (entre los más conservadores), se plantearon apearle de sus funciones, alegando esa supuesta merma en sus facultades mentales. Sin embargo, el proceso resultaba ya imparable: gran parte del catolicismo veía necesaria una reforma en profundidad de sus prácticas y de credo, lo que provocó que la convocatoria del concilio fuera mejor acogida por los seglares que por los propios jerarcas de la Iglesia. Por aquellos años varios sectores convivían en el seno de la institución romana: una minoría progresista, otra más conservadora (entre la que se hallaban los curiales de la Santa Sede y el Episcopado español), así como otro sector que no sabía muy bien hacia dónde debía dirigirse en ese momento la barca del Pescador.

Juan XXIII abrió un concilio de esperanza en el que la Iglesia caminó al encuentro del mundo, ahorrándose en este caso, como había sucedido en concilios anteriores, todo tipo de condenas para centrarse en lanzar propuestas de futuro. Era el 11 de octubre de 1962. Partiendo de una renovación del Derecho Canónico, se iniciaba la aventura de impulsar una reforma profunda en el seno del propio catolicismo, promovida por un viejo Príncipe de la Iglesia que con anterioridad había llegado incluso a ejercer como patriarca de Venecia. El Concilio Vaticano II, más pastoral que otra cosa, sirvió para abrir un período de distensión en la Guerra Fría. No olvidemos que aquel año coincidió con la crisis de los misiles cubanos, en la que el Papa jugaría un papel destacado de mediación entre las potencias enfrentadas. Tras su discurso de apertura, se pensó en la necesidad de convocar una o dos asambleas generales; hubo, sin embargo, hasta cuatro, si bien Juan XXIII tan solo asistió a la primera de ellas, al morir el 3 de junio de 1963.

La complejidad y variedad de lo allí tratado exigirían un mayor esfuerzo del calculado inicialmente por el cardenal Roncalli, lo que requirió la apertura de un segundo período de sesiones ya por Pablo VI el 29 de septiembre de aquel mismo año. También fue el Papa Montini quien clausuró solemnemente el concilio el 7 de diciembre de 1965. Frente a Trento, éste se abrió sin anatema alguno, con un marcado espíritu evangélico, muy alejado de esas posturas defensivas que durante siglos mantuvo la Iglesia. Estuvo abierto a todas las gentes y culturas. Aunque desde las primeras sesiones los curiales trataron de imponer su visión centralista, se toparon con una mayoría de padres conciliares que desearon una renovación en profundidad. Tal choque de posiciones sirvió paradójicamente para ahondar en ciertos aspectos de la doctrina de la Iglesia que dieron de ella una imagen nueva ante la humanidad, al modernizar su mensaje y abrirse a un diálogo sincero ante a un mundo en trasformación. Esto último no fue conseguido del todo, ante la involución vivida años más tarde con la llegada al pontificado de Juan Pablo II y luego de Benedicto XVI, quien a buen seguro olvidó algunas de las enseñanzas del concilio en el que él mismo fuera un experimentado y reputado teólogo convocado por el Papa bueno, el cual sí que supo traer otro talante a la Iglesia cuando habló de su cambio, de la unión con los otros cristianos y de la relación con las demás confesiones y el diálogo con el mundo actual. Sin duda, Juan XXIII llevó adelante sus postulados, si bien no pudo ver concluida su obra, la cual, por suerte, parece tener ahora continuación con el Papa Francisco, quien abre una vez más las ventanas para que el aire de la primavera entre de nuevo en la Iglesia.

* Catedrático