Las elecciones legislativas convocadas en el Reino Unido son un arma de doble filo: pueden ser una herramienta esclarecedora si uno de los dos grandes partidos consigue una mayoría suficiente, solo o con apoyos, pero pueden exacerbar la confusión si de ellas surge una Cámara de los Comunes como actual, en la que no hay forma de consolidar una mayoría estable y continuada. Nada nuevo luce bajo el sol de este disparatado proceso, en el mayor despropósito de la historia británica desde el final de la segunda guerra mundial, con un efecto divisorio evidente en la sociedad, acompañado de un enconamiento del debate que hace imposible una discusión serena sobre qué futuro cabe prever de consumarse el brexit.

Más de tres años después del referéndum que dio la victoria a los brexiteers (51,9%), la separación de la UE ha acabado con la carrera política de dos primeros ministros -David Cameron y Theresa May-, mantiene en una zozobra permanente a Boris Johnson, que quema su último cartucho, y mantiene sumergidos en una falta de cohesión crónica a conservadores y laboristas. El Reino Unido ha pedido (y obtenido) tres prórrogas para salir del marasmo, hasta ahora sin éxito, ha perdido más de tres años en un debate estéril que ha alarmado a la City y ha condicionado el funcionamiento de la UE, mientras asoman en el horizonte señales inequívocas de enfriamiento de la economía.

En medio del caos, es fácil sacar una lección útil de la crisis en curso: un referéndum no es una herramienta adecuada para solucionar problemas complejos mediante una simplificación binaria de los mismos. Mucho más si, como en el caso del brexit, se trata de una decisión de efectos irreversibles que está lejos de disfrutar de un amplio apoyo popular. Cuando se somete a referéndum un asunto como la salida de la UE, que no permite la marcha atrás una vez aprobado, los riesgos de crisis políticas encadenadas y de fractura social son enormes, como vemos con estupor y alarma.

Heridas abiertas

En este laberinto anda metido el Reino Unido sin que, por lo demás, nadie sepa si es posible restañar las heridas abiertas por el referéndum de junio de 2016, incluso en el caso improbable de que no se consume el brexit. Cuando se habla de una salida ordenada, fruto de un acuerdo, se hace referencia a la resolución técnica del problema y a la limitación del parte de daños, pero nada se dice del coste emocional de la salida para los británicos que apoyaron la permanencia y que ahora reclaman un segundo referéndum con el argumento, bastante sólido, de que los líderes brexiteers adulteraron la campaña con toda clase de mensajes insidiosos. Dejar la UE ordenadamente es algo más que diseñar una nueva relación del Reino Unido con el resto de Europa, entraña romper con una cultura política que, a pesar de todos los problemas planteados por el particularismo británico, se remonta a 1973.