No lo podía creer. Amanecía el domingo de febrero, con esa lenta soledad que dejan estos fríos en la casa. En la radio, una voz apasionada y a la vez tan tierna, que solo podía venir de un alma pura. Parecía quedarse sin aire a cada palabra, pero había en ella una fuerza misteriosa que hablaba desde sí misma. Oí el idioma con que Dios nos susurra en su silencio cuando el corazón deja todas sus soberbias. Era la entrega de los Premios Goya. Pensé que ese discurso estaría preparado. No podían ser esas palabras en este mundo de tanta voz impostada y alargada hasta el infinito por su sombra de mentira. Pero aquella voz sonaba a verdad pura, y me sacó las lágrimas más limpias, esas que mi vanidad esconde tantas veces. Fui a ver las imágenes de ese discurso. Sí, era transparente. Un hombre niño, con los ojos ahondados en unas gruesas gafas, que lo hacían aún más niño, hablaba a su madre de «gracias por darme la vida, y porque me enseñaste a ver la vida con los ojos de la inteligencia y del corazón»; y a su padre, «gracias por haber vivido». Lloré. Lloré porque cuando la esperanza parece llegar a su último horizonte, el corazón siente que hay un más allá donde cobijarse en el misterio de Dios. Lloré por tantas madres y padres que verían de pronto iluminadas sus vidas de sacrificio y negación a causa de un hijo enfermo. Lloré por mí mismo y mi pobreza de miedos y soledades. Y le di gracias de todo corazón a ese alma noble, porque el Espíritu Santo nos habla desde la sencillez de los humildes, porque oí cómo Dios vela por sus criaturas, que no poseen nada más que el misterio de su amor. Lloré porque una vez más comprobé que en este mundo, a pesar de tanta tiniebla y sufrimiento, triunfa siempre la vida de los humildes de corazón, esos ángeles que nos regala el cielo para decirnos que merece la pena creer en la esperanza y en la dignidad, que siempre existen almas que optan por la paz en vez de por la violencia, por la reconciliación en vez de la revancha, por la verdad en vez de por la manipulación. Lloré porque en este mundo, a pesar de cada noche, triunfarán siempre en Jesucristo los limpios de corazón que trabajan por la vida. Ellos son la sal de esta Tierra, y tienen a Dios por rey; por eso son protegidos por una paz que nunca imaginarán los poderosos.

* Escritor