En varias ocasiones y en diversas tribunas especializadas ha hecho el articulista cumplido elogio de las altas calidades que en el terreno personal e intelectual siluetean la biografía del P. Manuel Revuelta González, S.J. Su laborar incesable facilita en extremo la oportunidad de interesarse por su publicística al tiempo que de realzar los méritos incontables de su producción científica, en un solar casi yermo antes de que él lo roturara con esteva profunda y bien ennortada. Hoy, comedios de la primavera del 2017, el elogio de su personalidad y obra lo suscita la salida al público de su libro Enigmas históricos de la Iglesia española contemporánea.

Pero, insistamos, en cualquier tiempo y latitud de la España hodierna, el aplauso rendido a la biografía del jesuita palentino y a su nutrida y enjundiosa bibliografía es una exigencia intelectual y un deber de la éticamente precarizada sociedad hispana. Cuando el Alma Mater española descubría altos niveles de responsabilidad, la alabanza y elogio de sus grandes maestros eran moneda corriente en sus claustros. Antes de necrológicas y oraciones fúnebres, en vida del enaltecido se entrojaban ya loanzas encendidas a algunas de sus figuras más egregias. En el ancho solar de las Humanidades: D. Rafael de Altamira, D. Ramón Menéndez Pidal, D. Miguel Asín Palacios, D. José Ortega y Gasset, D. Américo Castro, D. Xavier Xubiri, D. Eduardo de Hinojosa, D. Alfonso García Gallo, D. Diego Angulo y muchos, muchos, casi incontables más las recibieron en el ejercicio activo de su docencia. El afecto y admiración más rendidos por sus discípulos directos e indirectos y por los integrantes de la, por aquellas calendas, muy activa y operante República de las Letras constituían espectáculo cuotidiano. Los hombres de la Institución Libre de Enseñanza (que algo sabían de ella, sus secretos, afanes y cánones) iban, cuando la ocasión lo deparaba, a escuchar las lecciones de sus colegas como un alumno más, no solo por cupiditas sciendi, sino también por la condigna valoración de su oficio. El homenaje enaltece de solito más a la institución o individuo que lo tributan que al que lo recibe. Quién lo diría en la actualidad.

El cultivador más cimero de la historiografía de la Iglesia española contemporánea se jubiló en su entrañada Universidad sin ninguna muestra de singular reconocimiento o gratitud del lado de la corporación a que entregara un ancho caudal de ilusiones, saberes y... libros. Al recio castellano y berroqueño seguidor de San Ignacio poco le importó, en verdad. Ni su trabajo ni su devoción menguaron por ello. Tampoco por el incalificable olvido de las Academias nacionales que se empobrecieron con su injustificada y muy dolosa ausencia. Muy quevediano en su sentir patriótico, bien puede tener la ataraxia de que, en días de indigencia y tabidez universales «...las hazañas (no faltaron) a su memoria». Y hasta su amada «Compañía», hoy culturalmente tan desnortada y apocada en España, semejó ser indiferente a la penumbra científica que, por excruciante pecado de omisión de muchas de sus gentes, contornea la, platonianamente, «segunda» y última navegación de un jesuita comprometido sin reserva alguna con el porvenir de sus conciudadanos y también, en el crepúsculo de su ejemplar andadura, con el papado dichoso de Francisco, al que acaso conociera un día lejano en su muy querida Alcalá de Henares, patria de Cervantes, el cosmopolita, y de Manuel Azaña, el indomable castellano.

* Catedrático