Decididamente, este es un país de grandes entierros. Uno también es súbdito de esta querencia postrera, el arraigo nacional de que sea la muerte la que enrase las glorias y las vanidades. Como tantos otros, conocí a Rubén Darío Ávalos por sus locuciones en las emisoras de radio. No pasaba desapercibido su acento engolado, cargado con las esencias de la modulación retórica que aún custodian las Américas. Rubén era un archipámpano de las Indias literarias; de Salgari, de Platón y de toda esa cosmografía infinita que se cartografía en el atlas de los renglones. Un niño redicho, por más señas, que con doce años había escrito varias novelas, cuando en esos umbrales de la adolescencia es más incipiente el urticante acné a la lectura.

Rubén murió hace unos días víctima de una crónica anunciada. Padecía una enfermedad rara, de esas en las que tienes que descabalgar continuamente tumores a la velocidad con la que esfumas enemigos en los videojuegos. Rubén era uno de tantos niños que transgredía la convencionalidad patológica, otro humanísimo exponente de que los recovecos de la vida siguen siendo un misterio. Pero la singularidad de este joven paraguayo residía en una invocación acaso no tan episódica: su amor por la literatura. El propio Rubén confesaba que, más que las largas sesiones radiológicas, su mejor terapia era el teclado en el portátil, y la textura de la página pasada, allí donde personajes universales conjuraban un dolor insoportable. Su declaración de intenciones acaso no distaba tanto de la de Ana Frank, la escritura como última trinchera frente a los miles de expresiones del miedo, del mal, o de la impotencia que en esa etapa, o en cualquiera de las edades de los hombres, siguen siendo la misma cosa.

Rubén corre el riesgo de convertirse en un laico Dominguito Savio de los tiempos digitales; de que sus engoladas locuciones se trufen de tergiversados santuarios, e impostadas psicofonías de un crío que solo pudo jugar con los piratas de Nuncajamás. La voz de este precoz escritor transmitía una madurez impropia, una entereza solo comprensible para quien ha apurado el elixir de la imaginación.

Está bien que el olvido desmonte de cuando en cuando sus apeaderos, y más con todos aquellos que apenas han podido testimoniar su recorrido vital. El tiempo es el verdadero grano de mostaza de los talentos bíblicos. La mayor sabiduría de Rubén no fue convertirse en un consumado lector apostando por una vocación falazmente contemplativa. Su sapiencia residía en no malgastar ese tiempo que tantos otros mortales se permiten desperdiciar. La genética de las especies nunca permitirá la homogeneización de la temporalidad biológica, pues son los distintos relojes vitales un principio básico de la supervivencia. Pero la investigación de las enfermedades raras es una obligación imperiosa de cualquier sociedad, más acuciante para quienes se encuentran acopados a concentrar en pocos años su experiencia vital.

En sus lecturas, Rubén tuvo que soñarse como Jeromín, el apodo de aquel niño que no se sabía bastardo del emperador y que pasaría a la historia como don Juan de Austria. La historia de Rubén Darío es incómoda en una época que, precisamente, ha infantilizado la muerte. Para muchos, este crío paraguayo entroncaría con la naftalina de esta película de los 50, a mayor realce de las glorias patrias. Pero por encima de estéticas trasnochadas, queda la épica de la ilusión. Como paladines o escritores, siguen existiendo los héroes niños.

* Abogado